CUANDO ¡ESTOY BIEN! ES NO DECIR NADA.
Hay jornadas que deberían descontarse del cómputo general de lo vivido. Esas en las que te levantas para ir al baño por la noche, y al pasar por delante del espejo ves la cara de tu madre cuando tenía tu edad. Regresas a la cama y está vacía. Te enroscas como un feto huérfano en su seno de sábanas blancas, y te entregas al sueño reparador del mañana inmediato. Pasará, te consuelas. Pero la noche pasa lenta, el reloj se para a las cuatro. Te desfragmentas en trocitos de hielo y bagatelas, de un dolor extraño —como nuevo— esperando que se haga la luz. Al rato, de nuevo, siguen siendo las cuatro. Estiras el brazo para alcanzar el Smartphone que está en la mesita. ¡Oh, sorpresa! Aparece una yegua pariendo dos potrillos en TikTok. Renqueantes y ensangrentados se levantan del suelo y empiezan su marcha por caminos distintos, cada uno por el suyo. Cómo tu y yo. Sonríes. Y les pones nombre.
Cuando una relación de pareja, tan larga como ha sido la nuestra, se acaba, dos vidas nuevas comienzan; nacen adultas, cansadas, expertas, canosas, resabiadas, ladeadas y solitarias [...] y también esperanzadas.
Los recuerdos se vuelven amarillos, húmedas las palabras que lo significan. Entendibles los sucesos, porque te hiciste mayor. Has elegido y, tienes la experiencia de los años vividos. Pero al corazón, que es de otra textura y condición, no está para palabrerías ni verbos. Ninguna razón escucha.
Al levantarte por la mañana, te vuelves a inventar para la alegría, para el deseo, para seguir viviendo con un corazón trasplantado. Sobrellevas el duelo de estar sola, y te asomas a la terraza a hablar con las plantas crasas y los geranios. Echas de menos una mascota hembra con la que poder hablar. Inventas nombres que le pondrías, —mientras tomas el primer café. Lila/Jamaica/Odisea. Revisas los WhatsApp, te aseas con desgana. Te vistes para estar en casa. Sacas la lasaña vegetal del congelador, o lo que toque comer ese día, y te sientas a escribir: estoy sola.
Te salva la escritura y el cielo despejado y limpio que encuentras algunos días cuando subes las persianas y descorres las cortinas del cielo. Cuando te centras en la escritura, tu mejor aliada. Entonces no hay ráfagas de tristeza colonizando tu cuerpo. Ni lloro, que no sea de alegría. Ni nada que entele tu mirada, ni resfríe tu corazón al desnudo.
¿Cómo estás, Elena? Estoy bien, le respondo a mi sombra. Pescado o verdura: ¿Qué querrás para cenar? Desvarío por momentos. He de reconfigurar mi programa, modificar sus desajustes.
Conforme pasan los días de verano, se va sedimentando la materia arenisca de la separación. Se queda en nada la fortaleza que fuimos. A los ojos de los otros perdemos valor, como «un todo fragmentado», nos devaluamos. También a nuestra propia mirada, desde un sentimiento de abandono. Lástima y dolor por aquellos días hermosos de verano cuando todo era para dos: tú eras Júpiter y yo Venus. Las cañas, los paseos, las paellas, las reservas, la cama, los billetes de avión, el café, las caricias, los sueños, los proyectos, las lecturas a medias, las cuentas, las preocupaciones, las regañinas, nuestro amor [...].
Las raíces de mi cuerpo/ha bendecido el amor. / He florecido en la espuma/regada por la pasión/Por el semen generoso de la vida/y el dolor.
De todo aquella materia combustible, ahora solo quedan virutas de cariño, celebraciones familiares, besos en las mejillas, llamadas logísticas y álbumes sepia. Y un sabor agridulce en mi boca que fermenta amargor, mientras veo irse de vacaciones de verano a las familias todos juntos y alegres y yo me quedo aquí sola.
¿Cómo estás, Elena? Me preguntan los amigos desde la lejanía más próxima. Y yo les respondes, que bien. Y les digo la verdad, hasta cuando miento. Lo cierto es que no lo estoy, estoy triste y siento un profundo dolor. El dolor tiene el movimiento de una mecedora antigua, no te deja avanzar. Es la hoja de ruta que no te lleva a ningún lugar.
Deshago mis pasos en la noche oscura de mi soledad. Los seres queridos que podrían sujetar mi mano ya no están, se fueron para siempre. Hablo con ellos con las costuras abiertas de mi cuerpo dolorido y les pido que no me abandonen cuando me desgarro. Imploro su amor.
¡Pronto serán las cuatro, otra vez! Cuando estás quieta en la oscuridad la tristeza te encuentra más fácilmente, pero yo no la rehúyo, se que viene de un cielo que acaba mandándote flores y luces y, relojes que funcionan. ¿Cómo si no la alegría? ¿Cómo si no el deseo y la fuerza? a veces detenida, como el busto de una estatua griega, desmembrada, en un jardín de primavera, y otras como la rama extendida al cielo de una preciosa araucaria, esperando a su albatros: sólido y poderoso, viajero del futuro, que me llene de sueños oceánicos y de un amor inconmensurable nuevo. Alta/fuerte/bien vivida/y en plena madurez. Soy yo. Sé que me estás buscando.
Te envío mis coordenadas amor.
Versos de Gioconda Belli