lunes, 17 de abril de 2023

MIS SIETE DÍAS EN BERLÍN




Dos días antes de mi viaje a Berlín me encontré en el portal con Alena, mi amiga escritora,  le conté que me iba de viaje. Cuando regresé, a la semana siguiente, me había dejado en el buzón un libro que hablaba sobre Berlín, le hacía ilusión que lo tuviera yo. El libro contaba la experiencia de una familia costarricense, compuesta por unos padres y dos hijas, una de nueve y otra de cinco, que se trasladan por un periodo de doce meses a vivir a Berlín, por una beca de estudios de arte concedida al padre. Un libro sencillo, muy bonito, sin más protagonismo, que las sensaciones del choque cultural y ambiental tan fuerte que vivió esta familia en su corta, pero significativa, estancia en Berlín. 
La mañana que me iba de la ciudad y regresaba a mi casa de Barcelona, me pasó algo muy significativo que voy a contar y que ahora que estoy escribiendo el prólogo me hace entender lo que el hecho me estaba diciendo:  "yo también estoy sola -mucho peor que lo estás tu- tu tristeza me importa lo que estás viendo". "Esta ciudad no es para ti". Por segunda vez te lo vuelvo a decir.
         

Carta a Alena 
Acabo de terminar el libro de Luis Chaves que me regalaste, Vamos a Tocar el agua. Me han venido todas las imágenes y recuerdos de mi reciente viaje a Berlín, leerlo ha sido como estampar el sello en el pasaporte como cuando antes regresabas de un país extranjero. El broche final de mi experiencia, que la cierra y que viene de tu mano a modo de cariño (y bien que lo celebro). Me dijiste que te contara como me había sentido, pues ahí va, empezaré por el final tan “chocante” que tuvimos cuando salíamos con las maletas el día que volvíamos a casa. Al abrir la puerta del apartamento donde estábamos, en una planta baja, nos encontramos de frente  con la imagen de un culo, de alguien con los pantalones bajados al que no le veíamos la cara, solo se veía el culo de un cuerpo semi doblado de pie que me recordaba a un melocotón: con su rajita de arriba abajo en el medio. Un culo completamente desnudo y en actitud sospechosa. De repente soltó una gran meada delante de nuestros ojos, allí mismo, en la puerta de entrada del portal de la casa; yo estaba impresionada, no podía creer lo que estaban viendo mis ojos, a menos de cuatro metros de donde nos encontrábamos, separados tan solo por el cristal de la puerta de entrada al portal. Cuando salí y pude ver la cara de la persona, era la de una mujer mayor, muy arrugada y consumida, de unos ochenta años. Yo que creo en las señales me dije: ¡vaya despedida esta!, ¡que fea! es como si Berlín nos mostrara su cara más fea y nos estuviera diciendo algo así: iros, me importáis una mierda (meada). No es que nosotros despreciáramos la ciudad, pero lo que sí era cierto es que teníamos ganas de irnos, el viaje no resultó lo agradable que nos hubiera gustado, no terminamos de encontrarnos bien, yo especialmente. Estuvimos de acuerdo en que en esa ciudad cargada de historia, no viviríamos, y desde luego no teníamos intención de volver. Recuerdo ahora,  que la primera vez que visitamos Berlín, hacía unos seis años, cuando apenas llevábamos 24 horas en la ciudad, recibimos el anuncio del fallecimiento de un familiar muy querido que nos obligó a volver, sin apenas haber recorrido cuatro manzanas. Estaba claro que Berlín de una u otra manera no nos quería por allí.
 
Durante los siete días que estuvimos en la ciudad, el tiempo no nos acompañó, veníamos advertidos -con ropa de invierno-, pese a todo pasamos frío, las temperaturas eran muy bajas, la lluvia no se ensañó, pero sí nos incomodó, sobre todo la humedad invadiendo todos los espacios de la ciudad: siempre sobre fondo gris. El gris, es el color por excelencia de Berlín. Una ciudad reconstruida, casi en su totalidad, después de la segunda Guerra Mundial, de grandes aceras y más grandes edificios. Monstruosamente grande, ocho veces Barcelona. El muro, que yo imaginaba en un trazado recto de norte a sur, ¡oh sorpresa! Tiene forma de tapón y su perímetro es de 155 kilómetros. Difícil de imaginar. La ciudad muestra sin escrúpulos, a cara descubierta, las dos Alemanias en convivencia, y lo hace de manera natural, sin complejos ni culpabilidades, de forma valiente. Hay una calle comercial de esas innombrables para nosotros: Tauentzienstrabe,  donde se encuentra ubicado  el KaDeBe, un gran centro comercial que por lo que cuentan es el más grande de Europa, allí se pueden encontrar todas las grandes firmas internacionales de ropa que existen, moda y complementos: lujo y ostentación a mansalva,  al alcance de una minoría, donde una camiseta de tirantes no cuesta menos de doscientos euros -¡un horror!- en la acera de enfrente otro centro comercial corriente, de los que se pueden encontrar en cualquier ciudad grande europea, allí no importa el nombre que lleve la etiqueta, y el precio de la camiseta cuesta 13 euros, por supuesto de mucha más baja calidad. Nada que decir. Bueno quizás sí, haciendo comparaciones, esto vendría a representar el doble muro de Berlín, el de la parte oriental del este y el de la parte occidental. Ahí queda.

Berlín es una ciudad práctica, los berlineses lo son, en su vestir, su manera de moverse y conducirse, en cómo se alimentan y beben cerveza, mucha cerveza, a todas horas cerveza: por la calle beben cerveza, y en las papeleras siempre hay cascos de cerveza que recogen gente que se gana la vida con el dinero que se recupera al devolver los cascos, también los envases de plástico, hay mucha gente mayor a la que no le llega la pensión haciendo este trabajo y otros que prefieren ganarse la vida así, se pueden ver cientos de personas recogiendo cascos. La cerveza que consumen escasamente está fría y tiene pocos grados de alcohol, es simplemente un dato.

Yo vi lo que ven todos los turistas, cuando pasan unos días en la ciudad, la puerta de Brandemburgo, un trozo del muro de Berlín, el Chekpoint del soldado Charlie, la visita obligada por el arte urbano del  barrio judío, el recorrido por el famoso barrio turco, las idas y venidas por el U-Bahn, el metro y el S-Bahn, el tren suburbano con el que recorríamos toda la ciudad y con el que llegamos hasta la bonita ciudad de Potsdam, por cierto decir que todo los medios de transporte están muy bien organizados y siempre en sus horarios: admirable. Pero a una vieja turista que ha visitado muchos lugares, como yo, lo que más le gusta cuando viaja ahora, es la experiencia callejera, recorrer la ciudad como una más de ellos, vivir sensaciones, sentimientos diferentes, escuchar sus voces, captar otros colores -difícil-, olores, dejar llegar a los sentidos el desvelo de la gente, de la ciudad, todo aquello que un guía turístico no explica.

No quiero hacer este relato más largo, sólo quería contarte que Berlín, una ciudad con una grandísima historia bajo sus pies, reverbera en grises. Uno no puede imaginar sin dañar sus sentidos, el terror, el gran drama que vivieron más de seis millones de personas, seres humanos, como tu y como yo, a manos de los Nazis. En una visita guiada, estuvimos encima del bunker donde se escondió Hitler durante la guerra, a diez metros bajo tierra entre paredes de hormigón armado de más de 4 metros de espesor. Allí se suicidaron él, su segundo y la familia de éste: esposa y cuatro hijos a los que primero mataron (según versión oficial). Cuentan los alemanes que cuando acabó la guerra y se plantearon como cerrar ese siniestro lugar, después de muchas controversias y debates decidieron rellenarlo de cemento armado para que nadie pudiera visitarlo ni acudir a especular con lo que había sido la sede central de donde partían las decisiones y órdenes del feroz genocidio, no solo para los judíos, también para otros olvidados cuya memoria se recuperó más tarde y se hizo justicia: los homosexuales, las prostitutas, los enfermos, donde se incluían a mujeres con depresión post parto y los gitanos. Creo que bloquear ese espacio, cerrarlo a cal y canto para que nunca más nadie pudiera abrirlo ni reproducir lo que a la sombra siniestra del lugar se planificaba fue un gran acierto de los alemanes; lo cerraron, sí, pero antes, contaron su historia, y lo contaron todo sin ocultar nada, sacaron toda la verdad, reconstruyeron sus calles, sus casas y sus vidas, y tiraron para adelante; hicieron de Berlín una ciudad nueva, artificial pero nueva, con decisión y con dinero, mostrando al mundo su poder. Ellos no construyeron catedrales, ellos levantaron enormes edificios de cemento –les ayudó a olvidar-, rascacielos repartidos por sus distritos más importantes, como símbolos de poder. Pero en las caras de los más viejos, de los abandonados del mundo que duermen en las calles, pueden verse en sus rostros residuos de esa tragedia, hijos de violaciones, de multitud de historias de dolor y sufrimiento. Yo lo percibí así.

Creo que lo que mejor representa la crueldad terrorífica de esa gran tragedia humana y el significado de lo que fue el holocausto Judío quedó excelentemente representado en el Monumento a los judíos de Europa, Denkmal für die ermordeten Juden Europas, que  tras 17 años de polémicas sobre el contenido del proyecto, por fin se pudo levantar. Fue el trabajo que el gobierno alemán,  encargó al escultor Peter Eisenman y al ingeniero Buro Happolld. Un memorándum edificado en un plano inclinado de 19.000 metros cuadrados con 2.711 losas o muros de hormigón, de diferentes dimensiones,  que aunque no representaba a todas las víctimas, sirvió para que más tarde se reconociera a todas y se pudiera hacer justicia, edificando en otros espacios memorándums en su recuerdo. 

Estos muros están colocados en hileras, entre pasillos de silencio por los que cualquier visitante puede pasear en silencio. El silencio, el silencio, un gran cementerio de silencios de cemento gris. Un gran pozo negro donde no cabe un rayo de sol, porque se ha llenado de respeto, con silencios necesarios. Eso es Berlín. Una ciudad desnuda. Solo silencio.

Elena Larruy


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