Ocurre a veces, sobre todo en los
viajes, a miles de kilómetros de casa. A veces es un gorrión con la cola
amarilla que busca comida en la acera cuarteada por donde tu pasas, y te saca del
empeño por no romperte la crisma en el extranjero, en una ciudad descuidada, con elegancia caduca. Otras
es la zapatilla, como llaman aquí a
la regleta: el soporte donde adaptas los diferentes enchufes de tus aparatos
eléctricos. O el pan macerado, que sirven en todos los restaurantes de la
ciudad donde vas a comer: de corteza resistente y miga concentrada, saturada de harina blanca. O el dolor en el pecho que aparece a las pocas horas de tu llegada, y te alarma a las cuatro de la tarde y a las nueve de la noche, poniéndote en lo peor, hasta
que el estetoscopio de una mano amiga y experta te dice que todo está bien, que seguramente era un dolor muscular de subir, bajar y arrastrar maletas y, de más de trece horas de incómodo
vuelo. A veces son las metáforas de la pobreza en el color ceniza de las caras, y las miradas sin brillo. O la letra arrastrada de un vocablo con dramatismo de tango que te resulta
familiar. Otras es el monolito estático de un símbolo
que no te representa ni te dice nada, porque tu firme patriotismo y decisión es
una letra en blanco sobre fondo blanco-nuclear, pero nunca una bandera. Otras, es el retrato en la
fachada de un rascacielos, del tamaño de unos quince pisos, de un ciudadano de baja cuna
y altos logros, rosarino querido/admirado/proeza/”Messianico”/ una leyenda en vida. Otras es la cercanía de la voz
amiga que te habla desde el otro lado del hilo transoceánico. O cuando te sientes “rebien” como dicen aquí, en un “castellaaaaano
extranjero” que suena “reliiiindo”.
O cuando tus amigos te salen a esperar al aeropuerto, y te reciben con flores y
vino, y hacen que te sientas como en tu propia casa. A veces es una “tormenta
eléctrica” en la casa, que no deja más secuelas que un llanto coral en familia, bien llorado
y escurrido. O la ebria alegría de imaginar caricias que nunca llegan. Otras
veces nada, nada de eso pasa, y entonces te haces preguntas que te devuelven a
casa, a la tuya de siempre, esa que está donde estás tú. En ti. Entre fuego y cenizas;
consumiendo la vida y sus ciclos, como en una danza interminable que no cesa. Arrastrada entre corrientes, -¡tantas veces! como
el Paraná, el río turbio que atraviesa la ciudad de Rosario, del mismo tono que la vida, cuando arrastra inmundicias
y lodos, Flor.
A veces hay que sumergirse en las profundidades del Letheo para olvidar los pasados, porque nada pertenece al que está de paso a otras vidas. Teselas, Flor, así se llaman los trocitos que el otro día me preguntabas su nombre, y yo te respondí que eran piezas pequeñas con la que los antiguos griegos componían mosaicos. Piezas rotas que los humanos usamos para reconstruir nuestra fortaleza día a día. Porque cada día se nos rompe algo. La vida es eso, una continua construcción y deconstrucción, como las piezas del Lego que montan y desmontan tus hijos pequeños, sin hacerse preguntas; disfrutando, aprendiendo, creciendo… con las primeras miradas. Con la voz limpia, Flor. Como si nada malo hubiera sucedido. Ignorando a otros que pareciendo vivir, no lo hacen porque están en punto muerto.
Vivir con la memoria vaciada. En una actitud de valor y de constancia, por ti y los tuyos. Sin Castigo, ¿recuerdas? Por tu bien y el de todos nosotros, los que estamos contigo.
A veces, para avanzar necesitamos… Solo el Olvido.
Elena Larruy