Marc Chagall
Como cada primavera
cuando regreso a mi pueblo, llegando a La Litera, me reciben las cigüeñas sobrevolando
los paisajes verdes y dorados de los trigos y la cebada. Este lienzo, tan natural como hermoso, sin excesos ni sobresaltos, es mío, me pertenece, no así el
castillo templario que nunca amé, que se divisa al fondo de la carretera, a un
lado, "siempre en el mismo", con la misma insistencia en recordándome lo pequeña
que soy, que somos todos; las murallas defensivas inmóviles, sin vida, proyectando
sombras de una historia que se
reescribe, embellece y reinventa para atraer a visitantes y turistas que en
escaso número llegan. Con ese Jesús de brazos abiertos que todos quieren: unos
quitarlo, otros dejarlo -donde siempre-, que no se atreve a volar, ¡tan quieto y tan remoto! perpetuando su mudez, sin dar
abrigo ni estrechar abrazos, ni dar hospedaje alguno a las cigüeñas. Ellas sin
embargo cuando salen a buscarme –así lo siento- no hay cremallera ni botón que
se resista, mi corazón atrona y se lanza al tendido como queriendo alcanzar su
vuelo. No puedo dejar de mirarlas hasta que se hacen pequeñas y mi vista las
pierde en el horizonte. Unas veces van al Cinca otras al Sosa en busca de alimentos
y de gusanos para ellas y sus crías, otras al bosque de Los Sotos a por ramas de
pinos para hacer sus nidos, en las torres más altas de las iglesias, de los
pueblos más cercanos, o en las torretas eléctricas. Acostumbran a estar en
pareja. Cuando una vuela, si la otra se queda en el nido es casi seguro que
está protegiendo a sus crías. Todas son elegantes y hermosas; las envidian
todos los pájaros y el cielo y yo su vuelo. Hace años descubrí que cuando
volaban de frente, hacía mí, traían buenos presagios, pronto sucedían acontecimientos
buenos en mi vida, sin embargo cuando invertían el vuelo y lo hacían en sentido
contrario significaba despedida,
pérdida, cierre, final o quizás una muerte. Nunca nada trágico. Ellas
simbolizan la vida y sus ciclos, van y vienen de norte a sur, de sur a norte,
entre azules y verdes. Recordarlas cada año volando encima de los campos es
como mirar cuadros de Renoir con cigüeñas mensajeras. Contemplar enormes
extensiones de trigo y de cebada con sus verdes y dorados, salpicados de
amapolas y amarillos pistacho de las
flores de la colza, me llena de fuerza, me hace sentir a salvo, me regala una alegría intensa que me deja sin palabras;
la emoción se encumbra con la música que voy escuchando mientras circulo en la
voz de Mark Knopfler, Good On You Son (bien por ti hijo) me hace entender que esa
tierra es mi padre y es mi madre y yo soy hija suya.
Siempre dos
sentimientos, no tan enfrentados como paralelos, por un lado el recuerdo de una
vida percibida como un accidente, un descarrilamiento, no mortal, pero si doliente,
de esos que cuando pasan te dices no debió suceder –aunque ahora no lo tengo
tan claro- y por otro el legado de la
tierra donde uno nace y descubre la vida con asombro, entusiasmo y susto por
primera vez, con todo los pequeños detalles enraizando en la piel interna del
corazón.
Con la misma
insistencia que amo, la astenia se instala tenaz y persistente en mí, en esta estación
de cambio. Me baja la energía, la presión, el desánimo se hace presente, me
reduzco muchos días –a ratos- a un pequeño escombro, a una cosa pequeña
asustada que se esconde tras el mueble; no es momento de tomar decisiones, de
escribir, de iniciar planes, de quedar con los amigos, solo tengo ganas de estar
conmigo, en casa. Tampoco doy la barrila a nadie. Ya pasará me digo, pero me
voy reduciendo y ensombrando en grises.
Memorias de dolor me
recorren con sus enseres, atravesando esos parajes de mis horas bajas. Sé que
se irán, como siempre pasa, como las cigüeñas con su vuelo, unas veces de
frente, otras de espalda. No puedo pensar en lo mal que me encuentro porque me
acabo hundiendo más y ya no tengo más suelo. Quiero pensar que estoy gestando letras
que pronto se convertirán en poemas de dudosa belleza que me harán feliz, me
llenaré de vida nueva, reflexionaré, me escucharé por dentro y me contaré
relatos, como ahora estoy haciendo, que me ayudarán a comprender los
biomagnetismos de mis genes heredados latiendo en mi ADN, sin yo saber que puedo influir en su signo, que todo esto es difícil de entender ¿acaso vivir no lo es? crecer
en otra dimensión que no puedo tocar ni ver es posible; practicaré el Ho´oponopono
hasta llegar a la parte más íntima y honesta del perdón. Crecer ¡da risa
escucharlo! a cierta edad, eso de crecer suena raro, pero yo nunca quiero dejar
de hacerlo y volar entre las torres más altas imitando a las cigüeña.
Nací en el Cinca medio, una comarca de
medianías y de aguas del deshielo, así soy yo; también estoy hecha de desvelos y
magias pirenaicas. Cultivo mi cuerpo en
todas sus parcelas, con el mismo mimo que se cultivan las viñas del Somontano. Mi
corazón está hecho de cabernet sauvignon,
merlot y tempranillo: es alegre, bueno y enredado, unas veces, otras triste y
apagado, pétreo, inmóvil, como la muralla del castillo de mi pueblo que nunca
amaré. Ahora que memorias invernales lo atraviesan, dominando su paz, no me
resisto, estoy quieta, me preparo para el baile que está a punto de empezar.
Soy trasportista de vida como las cigüeñas. Cuando mi alma de luz se enhebra
con los verdes y los dorados de los campos de mi tierra, pienso con equívoco
acierto que esos colores y su luz me fueron robados, pero no fue así, en
realidad solo fue un empréstito o un trueque –mejor-, que pronto volverán, que cogieron de manera savia y necesaria las
fuerzas poderosas que administran la vida: sus bienes y sus ciclos.
Mientras acabo este
relato me siento en paz y agradecida con la vida como la cigüeña en lo alto de
la torre del campanario, como la mujer que vuela con el amado sobre los tejados en un cuadro de Chagall: Igual.