![]() |
Joseph Brodsky |
Quien escribe un poema lo escribe antes que nada porque el poema es un colosal acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la percepción del mundo.
![]() |
Joseph Brodsky |
Quien escribe un poema lo escribe antes que nada porque el poema es un colosal acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la percepción del mundo.
UN ROPERO NUEVO PARA
MI ALMA
El alma atesora un gran ropero de
vestidos, trajes y atrezos, de todas las medidas y colores con diferentes formas
y hechuras, para múltiples funciones, con las que viste y reviste a la persona
en su paso por la vida. En cada una de ellas el actor puede cambiar su estatus,
su circunstancia, su contexto, su país, su ciudad, su familia… En definitiva,
su experiencia de vida. Es la asistenta que todo lo sabe, que todo lo tiene, que
todo lo ve, que todo lo escucha. Conectada a la fuente superior de un Todo al
que pertenece.
Contaba Jesús Callejas, en una reciente
entrevista con Risto Mejide, que no le asustaba la muerte, porque creía en la inmortalidad
del alma. Yo, siento lo mismo que piensa Callejas, que el alma nunca muere, ni envejece ni enferma. Trae incorporada “de origen” una inteligencia autónoma
innata, muy alejada de nuestra limitada comprensión. Su misión es vivir
eternamente aprendiendo, mejorando su parte, y la de la especie; enriqueciéndose
de conocimientos que exploran en lo más hondo de los fundamentos de la realidad
del Ser, y que se expresan de forma sutil y entrevelada.
De este saber etéreo
extrasensorial se desprende una dimensión infinitamente fondeable, de textura resbaladiza
y nada palpable, que se nos escapa como línea de horizonte huyendo, pero que a
la vez nos permite disfrutar y aprender del viaje de la vida y su paisaje de
inestimable valor.
El alma existe. Aunque una parte
de la mente no la reconozca. Aunque a la ciencia, que explora en lo intangible
de sus pulsiones vivificadoras, le incomode llamarla por su nombre. Aunque
muchos, entre los que no me encuentro, defiendan que solo es una creencia,
fruto de una necesidad humana, por su temor a la muerte. Somos naturaleza viviente y sintiente, en diferente grado y estado de
desarrollo.
Aristóteles (384-322 a.C.) el que fue la máxima autoridad del
pensamiento creador del primer gran sistema filosófico y de la ciencia
occidental, no concebía la materia viviente sin el alma, sin la “esencia” como la llamaba. No se puede entender la existencia de lo que
existe y es haciendo vivir al alma en las mazmorras, soterrada y olvidada en la
más absoluta oscuridad. El alma no es una cenicienta.
Cada día de nuestra existencia el
cuerpo se desgasta, degrada su biología de materia orgánica, muere lentamente, poco
a poco se va apagando; pero no así el alma que la asiste. Hay un momento en que
esta ha cumplido su función y necesita transformarse. El alma necesita una mudanza, un cambio de estado, de casa, de
pareja, de trabajo, de ciudad, de ropero, de experiencia… Porque su misión en
esta y otras vidas no es otra que mejorar su condición, aprender y aumentar su
valor, extendiendo su saber al Todo al que pertenece, y del que a la vez se
retroalimenta.
El alma necesita un vestidor nuevo, cada vez que cambia su estado.
Como el que yo ahora vivo en mi vida nueva con otra pareja. No me ha hecho
falta una muerte física, mis órganos y mi cuerpo responden, están sanos y fuertes.
Para el alma el tiempo y el espacio no son lineales ni secuenciales. Conforme crece,
se supera y evoluciona la conciencia de la persona, se expande y experimenta en
planos superiores de mayor vibración.
Reproducirse es el proceso
natural de la vida, en un movimiento constante universal de transformación. Vida
y muerte son pulsiones que van juntas.
Un alma despierta exige una vida
sana. Proyectos, ilusiones, compromisos,
voluntad, colaboracionismo, a veces soledad. Observación de todo cuanto
acontece a su alrededor, de cuáles son las señales que la alertan, de cual su
acometida, su responsabilidad. ¿Cuál es nuestro compromiso? ¿Escuchamos sus
demandas? ¿Sus necesidades, que son las nuestras? Cuando acompasamos esa fuerza
motriz interna que nos incita el alma, moviliza nuestra sonrisa, estamos
fértiles; la verdad se manifiesta en nuestro rostro, la nuestra; mejora nuestro
estado físico y emocional. Ese es el mejor curriculum vitae; la mejor carta de
presentación. Cuando damos la mejor versión de nosotros. Eso es, sin duda a
equivocarnos: Tener éxito.
Hace poco más de un año que me
separé, del que fue mi compañero, mi esposo, mi amigo, mi pareja de vida. Estuvimos juntos cincuenta años. No hubo nada
que perdonar, nada que reprochar. Había llegado el momento de la separación, no
teníamos nada más que darnos, lo consumimos todo. Nuestra vida de pareja se
había desgastado, como se desgastan unos zapatos viejos. La convivencia se convirtió
en algo monótono y desilusionante. Había que tomar decisiones, y lo hicimos de
una manera madura y reflexiva. El alma
nos pedía a los dos un fin de contrato, para devolvernos la alegría de la
convivencia que habíamos perdido. Claro que hubo dolor y duelo, es condición de
la vida que lo haya, pero no lo vivimos como un fracaso, ni hubo desgarro, ni
nos hicimos daño. La vida nos había preparado, estábamos entrenados, no para
este envite, que por ambas partes nos era desconocido, pero sí para retos
superiores. Personalmente traté al dolor como un aliado amigo, y de ahí la
fuerza, la comprensión y el amor de las personas amigas y de la familia que me
ayudaron a superar el duelo. La nuestra es una familia responsable y pacificadora.
Honesta. Y ese y no otro fue el trato que le dimos a nuestra separación. Aunque
cada uno haya tomado caminos diferentes, nunca dejaremos de ser la familia que
fuimos.
En los primeros pasos de mi
recién estrenada vida con Winni, desarmada y desnuda, mi alma se viste de novia
y se entrega libre de cargas pesadas, deudas y equipajes, enseres y objetos que
no necesito, de hábitos deshilachados y pensamientos amarillos. Habilito los espacios
de mi nuevo hogar con especial atención y cuidado. No sé todavía con suficiente claridad cuál
será el papel que representaré, ni el vestuario para mi recién estrenada vida. Me
toca un Vivir renovado más despierto y auténtico, con enseñanzas nuevas. Tengo
junto a mí al maestro. Lo elegí con cuidada insistencia. También desconozco las
prendas que vestirá mi alma en los
rodajes de esta novel vida que ahora comienza, ni el papel que interpretará
junto al que ya es su nuevo compañero de baile, de escena y de vida. Lo que sí
sé es que la vestiré con especial cuidado; de ahí mi ropero nuevo.
Hay muy pocas cosas de mi mermada
existencia que la engrandezcan tanto y me hagan sentir tan dichosa y acompañada
como el amor de una persona. Una persona conectada a mi corazón, que lo llena
de júbilo, a la que le importa si descansé bien anoche, si llegué temprano a casa,
sin atropellos a los que Renfe nos tiene tan acostumbrados. Si me abrigo el
cuello cuando salgo de casa. Si me alimento con proteínas vegetales de calidad,
y no me excedo con los hidratos. Si ya tomé el calcio y el magnesio y el
colágeno y ya escribí al levantarme, como hago todas las mañana, y si lo hago de manera
regulada, como aconsejan los que saben. Si ya conseguí poner orden en mis
archivos, para que un día este trabajo que llevo haciendo desde hace más de
diez años, de sus frutos y ensamblen todos los textos en contenido y forma, para convertirlo en el libro que deseo tener en mis manos, y en las tuyas. Si me gustó I Just
call to say i love you de Stevie Wonder, que me mandó antes de comer; a él le
hizo llorar pensando en lo nuestro. Si empecé o no con buen pie la semana, si
me está yendo bien el día, y si ya llamé a la compañía de seguros para que me enviasen
un albañil, a pegar los azulejos despegados del baño. Si mi hija está mejor y se recupera bien de su accidente. Si disfruté con la clase
de yoga, y si ya empaticé con la impresora nueva y pude colocar el cartucho
de tóner. Si llegaré después de comer o
más tarde, el próximo viernes: que me espera con impaciencia. Si me fueron bien
los horarios de los autobuses que me mandó anoche antes de acostarse, si el
restaurante que eligió me parece adecuado para ir a comer el próximo sábado. Si me va
bien que me quiera, bueno esto último no me lo pregunta, me lo demuestra todos
los días, y las tardes, y las noches de fiesta.
Durante el último verano
no pisé este mundo.
Una tarde de enero,
en la sobremesa de mi soledad
se presentó la primavera.
elegantes y frescas
llegaban desde el jardín
a la casa.
En una estación olvidada
de mi abandono,
la vida se hacía nueva,
con la misma alegría
amorosa y delicada
que brotan las flores
vistiendo sus ramas.
Todo mi Ser se agitaba
con voluntad de hoja.
Un mirlo que pasaba
de pico dorado
y cuerpo azulado
me anunció tu Llegada,
y en mi jardín transformado,
apareciste tú,
radiante
dulce y sedoso.
El reducido ser
en que me estaba convirtiendo
despertó de su letargo
con el fulgor de tu presencia,
y comenzó a brillar con luz
propia
para dejar de ser una.
Intransferible a cualquiera.
Mientras todos dormían
yo te buscaba, amor.
De tu voz velada
escuchaba el latido que la
impulsaba.
Me llamabas por mi nombre.
Acudiste a mi llamada,
viniste para cuidarme
para hacer tuya mi mano
para quedarte.
Para que yo te quisiera
con este amor maduro
apasionado y tierno
que nos distingue
de enamoramientos pasados.
Y aquí estoy ahora:
Insondable al duelo
y al dolor,
con toda la sabia, y la alegría
de mis mejores años,
que ahora
son también tuyos.
Elena Larruy
Supe de Winni antes que él de mí. La primera vez que me hablaron de él, fue la mañana del treinta de diciembre, a finales del pasado año, en plenas fiestas navideñas. Vicente, ese es su nombre de pila, también me estaba buscando. Para su sorpresa aparecí yo, con el nombre que él me deseaba, como flecha que atraviesa corazones.
Winni cree en la ciencia, yo en
la metafísica y en él. Porque creo en la inteligencia de los seres humanos, en
sus mentes prodigiosas de alto rendimiento, donde se orquestan ilimitadas
capacidades, pero también palpo con mis sentidos extrasensoriales esos otros
espacios intangibles y difusos donde suceden acontecimientos de difícil
control, para los estudiosos de la ciencia, donde el conocimiento es de textura
velada, a falta de mayor luz. Las manifestaciones de lo que sabemos con lo que
entendemos, aparentemente dispares, en mi caso, son colaborativas, nunca
enfrentadas. Y siempre contrastadas con la experiencia personal.
Las personas intuitivas tenemos
el don de la respuesta inmediata, a cuestiones o preguntas que incluso antes no
han sido formuladas. Conocemos el
«modus operandi» de su actuación «a ciencia cierta». No somos ilusos, ni
tenemos que defendernos con argumentos de la razón lo que otros niegan. Tampoco
necesitamos la autoridad de la ciencia, ni su permiso.
Cómo perro inquieto alborotado
que sabe de su amo antes de que aparezca por la puerta, presentí la llegada
de Winni días antes de conocerlo. Eran fiestas navideñas. Yo me sentía muy alegre, sin un
motivo especial. Días más tarde escuché decir
a la neurocientífica Nazaret Castellanos que el cuerpo sabe antes que la cabeza
lo que va a acontecer. Era una evidencia, una prueba más, que me
hablaba, y se manifestaba en mi cuerpo, pues estaba especialmente
feliz y contenta, sin motivo aparente, más bien todo lo contrario. El día de
Navidad celebrábamos en la que había sido mi casa hasta separarme, la comida familiar, de la que nos encargábamos mi ex y yo. Convinimos con él hacerlo de esta manera. Recuerdo que el cuerpo me pedía bailar, y así lo hice sin ninguna compañía. Me sentía radiante. Lo mismo pasó la noche de fin de año, que la
pasé sola y sin embargo me sentía acompañada y era extrañamente feliz, como los días que siguieron hasta que apareció él.
El hombre maduro y atractivo, de porte educado y académico que vieron mis ojos unos días más tarde, me gustó desde el mismo instante que se cruzaron nuestras miradas. Le sonreí por primera vez, la tarde del nueve de enero y nunca más de dejado de hacerlo. Winni había venido a mi vida para mejorar mi sonrisa, para hacerme feliz y para quererme. Ese era el motivo de mi anticipada alegría.
La primera vez que escuché su voz
por teléfono, me encantó su tono lírico, la manera como se expresaba y se
entregaba a la conversación, el interés y el entusiasmo con que me recibía.
Pasó una semana hasta que nos conocimos personalmente en una cafetería de la
Diagonal. Yo llegué un poco antes y reservé una mesa, me preocupaba que me
esperase fuera y no me viera. Salí a su encuentro, y en ese momento él entraba. Cuando se encontraron nuestras miradas, nos reconocimos, sonreímos
ampliamente, nos llamamos por nuestro nombre y nos dimos dos besos. A mí me
salió cogerle de la mano para llevarlo hasta la mesa que había reservado. Ese
hombre alto y delgado, de aspecto agradable que acababa de conocer, estaba en buena forma, se veía
una persona cuidada, tenía algo más edad que la mía. Nos mirábamos, sonreíamos,
estábamos encantados de conocernos, de estar sentados uno en frente del
otro. Empezamos a charlar con la
naturalidad de personas que ya se conocían antes. Con la felicidad de personas que se estaban
buscando y se acababan de encontrar. Su hablar era fluido, tenía
una soltura natural cuando hablaba de sentimientos y de emociones, cosa poco común
en un hombre. Los dos nos entregamos al plácido juego de la conquista, a dar lo
mejor de nosotros, sin dejar de ser quienes éramos. Era nuestra primera cita.
La agencia me advirtió que había
muchas más mujeres que hombres, insinuando que no iba a ser fácil encontrar a
la persona que buscaba. Escuchar esa afirmación no me desilusionó, tenía confianza. Una confianza no
basada en la lógica, ni en la razón, pero sí en la metafísica, porque creo en
las batallas que se ganan tejiendo sueños cuando se persevera y se trabaja para
conquistarlos. El hombre que había soñado, lo tenía sonriendo delante de mí.
Estaba muy contenta de ponerle cara, pues en la agencia no lo hacían. No
facilitaban fotos de los candidatos, cosa que me parecía bien, pues las
imágenes tienden a ser discriminatorias, no lo muestran todo y hasta pueden ser
engañosas. Todos en algún momento
mostramos lo que queremos ser más que lo que realmente somos, y nunca la otra
cara, la que nos completa. Al rechazar a una persona por la imagen, se puede
cometer la imprudencia de perdernos lo más valioso de la misma. Ahora tocaba conocerse: gustarse, atraerse,
admirarse, quererse, desearse, amarse.
Emparejarnos con otra persona afín a nuestros gustos y valores. Ese y no
otro era el deseo compartido. La finalidad.
Unos meses antes yo escribí en un cuaderno, los atributos y condiciones que debía tener el hombre que yo
quería como mi nueva pareja. Buscaba un compañero de vida. Quería una persona saludable, física y mentalmente, que fuera cariñoso, que se quisiera y supiera querer, y que tuviera
algún tipo de formación, si era académica mejor. De los siete atributos y
condiciones que escribí, Winni los reunía todos. La sonrisa se me iba fijando
en la cara de manera permanente, cada vez que hablábamos y en los encuentros que vinieron después.
Se llamaba como mi abuelo
materno, Vicente, y como su hijo, mi tío Vicente. Al poco de conocernos, me
propuso llamarle Winni. Me preguntó si me apetecía llamarlo así, pues Vicente
le parecía un nombre antiguo. En una relación nueva ha de haber cambios: me
dijo. Winni es el diminutivo de Vicente en inglés, y suena bien. ¿Te gustaría?
Acepté gustosa, pues Vicente, efectivamente, sonaba a pasado. Y si algo éramos
Winni y yo, era presente y futuro.
Si bien éramos personas de
avanzada edad, nos sentimos como dos jóvenes maduros, apasionados, con una vida
común por delante, que queríamos compartir, con amor y cuidados el uno con el
otro. Si teníamos más edad, solo era porque algunos «cogimos carrerilla y nos adelantamos al nacer». Eso también tenía
sus ventajas. El conocimiento, la experiencia y por supuesto el buen juicio,
nos hacía sentir personas de valor; hemos aprendido a querernos más y mejor, a
no necesitar el aplauso de nadie —aunque sí el abrazo—, ahora sabemos con mayor
claridad lo que no queremos. No queremos vivir en ninguna sombra, que no sea la
de la higuera, a la fresca en verano, en el lugar elegido, y mucho menos en los
sótanos de la vida, donde a menudo se abandonan los cuerpos gastados de las
personas mayores, vencidas por la edad. En un vivir de triste soledad y de
derribo.
Cuando buscamos respuestas, como
hago yo ahora, a cambios que suceden en
nuestras vidas tan transcendentes, —como es amar y ser amada por un hombre
distinto después de separarte del que fue tu marido durante cincuenta
años— como es empezar una vida nueva a
los setenta años de edad, si echamos la mirada atrás buscando entendimiento,
encontraremos ─como es mi caso─ cómo hemos ido recogiendo «miguitas de pan» en el camino
siguiendo la ruta correcta: la nuestra, para no perder la pista de aquello que
perseguíamos y que era bueno para nosotros. En otro momento contaré como llegué hasta
aquí, de qué manera insistente se repetían las señales que debía atender,
concretamente una en particular, que me hablaba de manera insistente y muy significativa, del gran cambio que se iba a producir en mi vida, y
que yo no lograba descifrar.
Hacía un año que mi exmarido y yo
nos habíamos separado. Lo hicimos de manera amistosa. Todas las casualidades
tienen un principio de causalidad que origina lo que nosotros llamamos el azar.
Todo en el universo se rige por ese principio de causa-efecto, en un orden
natural. Cada uno de nosotros somos universos sometidos a esas reglas. Reglas
que a menudo quebrantamos o irrumpimos por desconocimiento, por intrusismo, por
falta de actitud y de experiencia. Cuando no seguimos las reglas naturales del
vivir, otras nos someten. Nos desorientamos y enfermamos, perdemos fuerza. Una
señal de que hacemos las cosas bien, es cuando todo a nuestro alrededor
discurre de manera no forzada: natural, sin agresiones, ni contratiempos, sin
fricciones, sin demoras. Los acontecimientos fluyen, se suceden de manera
oportuna, cuando corresponde, cuando no hay impedimentos ni enfrentamientos. Cuando entendemos
las entrelíneas y las reglas no escritas y actuamos participando de ese orden armónico. Las señales, los símbolos, los patrones que se repiten de
manera continua en nuestras visas, como señales de tráfico que nos indican la
dirección exacta y nos orientan en el buen camino, no son tan difíciles de reconocer, si las atendemos. La vida discurre
mucho más amable. Nos sonríe, nos va bien. Somos menos engañados. Nos pasan cosas maravillosas y
encontramos el amor.
Winni es una persona sana, en el término más amplio de la palabra. Inteligente y compasiva. Defensor de las personas más vulnerables y necesitadas. Es un excelente compañero y maestro, del que tengo mucho que aprender. Hay una cualidad en él, que me gusta de manera especial: es un apasionado de la vida, con una mente motivada y activa, en pleno rendimiento. Un ser entrañable, de gran corazón, lleno de amor por los seres humanos, y ahora por mí. Desde el segundo día tomó mi mano, y no la ha soltado más. Y yo lo he alojado en mi corazón.
Juntos
estamos colocando los cimientos de lo que será nuestra nueva vida. Construimos
un futuro con proyectos ilusionantes y lo hacemos desde el cariño y el respeto,
desde la admiración y la diferencia, desde la atención y la escucha, desde la pasión, desde el
detalle más insignificante que sabemos hace feliz al otro. Le hemos puesto un nombre a esto nuestro: se
llama AMOR.
CORAZÓN EN MUDANZA
Empecé el año 2025 bailando, con una extraña alegría que no reconozco en mí. Celebré el fin de año sola, con el alma desdoblada, que no descosida. En serena y presente despedida, sin desconciertos mentales ni añoranzas de ningún tipo. Con un adiós, como cuando despides a una visita pesada, que no deseas volver a recibir en tu casa. Vete en paz, 2024. Gracias por lo que aprendí de ti y contigo, ahora me voy a por otro. Año de bienestar y bendiciones, así lo presiente mi corazón.
Me fui a la cama, con la Pedroche y un cocinero ocasional, que no era su marido. No sabía si aguantaría despierta hasta las doce, pero resistí. Tome gajos de mandarina en lugar de las uvas. No soy nada convencional con las tradiciones. Aunque reconozco que todas tienen un sentido que deberíamos entender, para vivirlas con conciencia de lo que se celebra, o no vivirlas. Tengo amigos que no soportan estas fiestas, las sufren más que otra cosa, y procuran vivirlas al margen de celebraciones y comidas familiares. Siempre podemos elegir lo que nos hace estar bien.
Yo este año crucé muchos deseos,
besos y abrazos; el WhatsApp, la alegría, la energía especial que se mueve estas fechas ─no la comercial─ y la copita de cava, facilitan el
momento. Mandé besos de los que no di, ni me robaron. En remoto abracé a
personas queridas que se alejaron sin nada que decir, como si el dolor fuera
exclusivo, o tuviera rango, y el mío estuviera desclasificado. Como si
retirarse a la callada fuera elegante. Hay muchas formas de distanciarse, de ir cada uno a lo suyo, sin
abandonar. Y hay silencios dolorosos, y personas muy poco entrenadas para
heroicidades.
Celebrar en soledad las fiestas
de fin de año ha tenido sus ventajas. No me enfadé con nadie. Al día siguiente
amanecí sin resaca ni cuentas pendientes de ningún tipo, pues no hubo cuñado
pesado al que reírle los chistes malos, ni parientes cansinos al que aguantar.
Yo tampoco aburrí a nadie con mis hazañas.
Me acosté con una sonrisa, que hoy, víspera de reyes, aún perdura en mi
cara. Duermo con ella puesta todas las
noches. Es un fenómeno extraño que nada lo justifica, al que me gustaría
ponerle cara y nombre, pero de momento solo pienso que los astros se han alineado a mi favor. Y como dice un amigo al que acabo de conocer: “se ha de estar a la altura del azar”.
Palabras de Nietzsche.
Mientras espero sin desespero, distraída en mis
cosas, tengo un pálpito. Siento la vibración de una fuerza arrolladora, la que
se tiene cuando alguien o algo bueno está por llegar a tu vida. En estos
momentos de la mía, me siento una mujer sin edad, y a la vez las tengo todas.
Soy como el árbol que crece dibujando anillos y echando raíces. Siento la savia serpenteando mi cuerpo, despierto cada mañana fecunda, echando brotes, flores y frutos. En todas las extensiones sensitivas de mi cuerpo
hay pájaros cantando y anidando vida.
Mi corazón está de mudanzas. He
llorado mucho este año llenando cajas con recuerdos, con ropajes viejos que ya no me servían.
Otras de álbumes y nostalgias para quemar en la hoguera. Nada del pasado ha
de ser una barrera, me dicen los que saben. Para mudar una vida, para cambiar de ropero, de techo, de
casa, de dirección, de compañero has de despejar el camino.
Elena, en cuanto el universo pase a abonarte lo tuyo: PREPÁRATE QUERIDA, me dice una buena amiga. Y yo me preparo en esta noche de Reyes, para estar a la altura de esa circunstancia apenas velada, solo intuida, que está por llegar. Y que espero merecer y, me encuentre, por capricho del azar o por designio divino de algo superior que se me escapa. O simplemente porque yo ya escribí mi carta, y creo en los Reyes.
Feliz año 2025 a todos. Que lo mejor esté siempre por suceder.
CUANDO ¡ESTOY BIEN! ES NO DECIR NADA.
Hay jornadas que deberían descontarse del cómputo general de lo vivido. Esas en las que te levantas para ir al baño por la noche, y al pasar por delante del espejo ves la cara de tu madre cuando tenía tu edad. Regresas a la cama y está vacía. Te enroscas como un feto huérfano en su seno de sábanas blancas, y te entregas al sueño reparador del mañana inmediato. Pasará, te consuelas. Pero la noche pasa lenta, el reloj se para a las cuatro. Te desfragmentas en trocitos de hielo y bagatelas, de un dolor extraño —como nuevo— esperando que se haga la luz. Al rato, de nuevo, siguen siendo las cuatro. Estiras el brazo para alcanzar el Smartphone que está en la mesita. ¡Oh, sorpresa! Aparece una yegua pariendo dos potrillos en TikTok. Renqueantes y ensangrentados se levantan del suelo y empiezan su marcha por caminos distintos, cada uno por el suyo. Cómo tu y yo. Sonríes. Y les pones nombre.
Cuando una relación de pareja, tan larga como ha sido la nuestra, se acaba, dos vidas nuevas comienzan; nacen adultas, cansadas, expertas, canosas, resabiadas, ladeadas y solitarias [...] y también esperanzadas.
Los recuerdos se vuelven amarillos, húmedas las palabras que lo significan. Entendibles los sucesos, porque te hiciste mayor. Has elegido y, tienes la experiencia de los años vividos. Pero al corazón, que es de otra textura y condición, no está para palabrerías ni verbos. Ninguna razón escucha.
Al levantarte por la mañana, te vuelves a inventar para la alegría, para el deseo, para seguir viviendo con un corazón trasplantado. Sobrellevas el duelo de estar sola, y te asomas a la terraza a hablar con las plantas crasas y los geranios. Echas de menos una mascota hembra con la que poder hablar. Inventas nombres que le pondrías, —mientras tomas el primer café. Lila/Jamaica/Odisea. Revisas los WhatsApp, te aseas con desgana. Te vistes para estar en casa. Sacas la lasaña vegetal del congelador, o lo que toque comer ese día, y te sientas a escribir: estoy sola.
Te salva la escritura y el cielo despejado y limpio que encuentras algunos días cuando subes las persianas y descorres las cortinas del cielo. Cuando te centras en la escritura, tu mejor aliada. Entonces no hay ráfagas de tristeza colonizando tu cuerpo. Ni lloro, que no sea de alegría. Ni nada que entele tu mirada, ni resfríe tu corazón al desnudo.
¿Cómo estás, Elena? Estoy bien, le respondo a mi sombra. Pescado o verdura: ¿Qué querrás para cenar? Desvarío por momentos. He de reconfigurar mi programa, modificar sus desajustes.
Conforme pasan los días de verano, se va sedimentando la materia arenisca de la separación. Se queda en nada la fortaleza que fuimos. A los ojos de los otros perdemos valor, como «un todo fragmentado», nos devaluamos. También a nuestra propia mirada, desde un sentimiento de abandono. Lástima y dolor por aquellos días hermosos de verano cuando todo era para dos: tú eras Júpiter y yo Venus. Las cañas, los paseos, las paellas, las reservas, la cama, los billetes de avión, el café, las caricias, los sueños, los proyectos, las lecturas a medias, las cuentas, las preocupaciones, las regañinas, nuestro amor [...].
Las raíces de mi cuerpo/ha bendecido el amor. / He florecido en la espuma/regada por la pasión/Por el semen generoso de la vida/y el dolor.
De todo aquella materia combustible, ahora solo quedan virutas de cariño, celebraciones familiares, besos en las mejillas, llamadas logísticas y álbumes sepia. Y un sabor agridulce en mi boca que fermenta amargor, mientras veo irse de vacaciones de verano a las familias todos juntos y alegres y yo me quedo aquí sola.
¿Cómo estás, Elena? Me preguntan los amigos desde la lejanía más próxima. Y yo les respondes, que bien. Y les digo la verdad, hasta cuando miento. Lo cierto es que no lo estoy, estoy triste y siento un profundo dolor. El dolor tiene el movimiento de una mecedora antigua, no te deja avanzar. Es la hoja de ruta que no te lleva a ningún lugar.
Deshago mis pasos en la noche oscura de mi soledad. Los seres queridos que podrían sujetar mi mano ya no están, se fueron para siempre. Hablo con ellos con las costuras abiertas de mi cuerpo dolorido y les pido que no me abandonen cuando me desgarro. Imploro su amor.
¡Pronto serán las cuatro, otra vez! Cuando estás quieta en la oscuridad la tristeza te encuentra más fácilmente, pero yo no la rehúyo, se que viene de un cielo que acaba mandándote flores y luces y, relojes que funcionan. ¿Cómo si no la alegría? ¿Cómo si no el deseo y la fuerza? a veces detenida, como el busto de una estatua griega, desmembrada, en un jardín de primavera, y otras como la rama extendida al cielo de una preciosa araucaria, esperando a su albatros: sólido y poderoso, viajero del futuro, que me llene de sueños oceánicos y de un amor inconmensurable nuevo. Alta/fuerte/bien vivida/y en plena madurez. Soy yo. Sé que me estás buscando.
Te envío mis coordenadas amor.
A mediados de los 90 me interesaba mucho la teoría de la complejidad. Cuanto más me adentraba en ella más comprendía los límites de nuestro conocimiento y de nuestra capacidad de predicción. La complejidad me ha sido muy útil. Me ha ayudado a alcanzar un sistema que funciona frente a la ignorancia. Creo que somos fundamentalmente ignorantes y muy, muy malos para predecir el futuro. Teoría de la complejidad/Naval Ravikant
El pensamiento discursivo no es fuente de luz:Tratamos de resolver un problema, y no hay respuesta. Entonces lo dejamos tranquilo. En el momento en que hacemos eso, hay una respuesta, porque la mente superficial ya no está luchando. Está quieta. Solo cuando la mente está tranquila -gracias al conocimiento propio- solo entonces, en esa serenidad, en ese silencio, puede manifestarse la realidad. El conocimiento de uno mismo/Jiddu Khrisnamurti