miércoles, 3 de febrero de 2021

LA PALABRA


LA PALABRA

Cuando la palabra enferma

en la garganta

helada la voz se estrecha.

Recuerdo la de mi padre, prisionera aun de guerra, cuando en las tardes de invierno me recogía del colegio y me subía en su vespa: ¡respira por la nariz y cierra la boca! hija -me decía- y yo esperaba ese momento de dicha cocodrilo  para abrirla con todas mis fuerzas, hasta llegar a casa. El resultado buscado era inminente: unas feroces anginas me dejaban en cama una semana. Esa circunstancia, era para mi mucho más soportable que el dolor de mi callada. Siete años tenía. Todo lo lloré en ese momento, mas ahora me pregunto que hacer con estos restos. 

Educada por el credo religioso de los sesenta, me negué a ser la pecadora adoctrinada que pretendían que fuera. No me creí el cuento de los infiernos. Tenía serías sospechas de mi inocencia.  Lo que sí era cierto fue ¡aquel vivir de permanente castigo!. El cielo no estaba tan lejos y probé suerte,  pero también tenía defectos -no era tan benévolo como decían- cada dos por tres te estallaba minas en la cara.No eran mortales pero te dejaban sin habla.Siempre hablaban los mismos.

Las contradicciones y yo nos hicimos amigas. Me acostumbré a ellas. No estaba tan sola. Desojando los días del calendario me tocó el crisantemo: una voz "guadiana" que salía de mis entrañas me guiaba y yo la seguía. No pronuncie palabra, estaba sin voz. La que más me dolía era la que no me daban. Me enseñaron otras voces que no eran la mía. La propia se perdió por los confines de las simas de un pasado en blanco y sombra. Nunca eché de menos esa parte de la infancia en el colegio. Sigo creyendo en los cuentos -que yo me cuento- y en mi padre. 

Así es como se construye una mujer a medias, a medio camino de todo, a medio gas, a medias tintas: aquí y ahora, dándole a la misma cuerda. Intentando desenredarme de ella. 

Mari era muchas cosas: todas pequeñas. A los nueve años ya era pobre: sin palabras. Se sentía a veces como el gusano cien pies que se enrolla sobre sus patas, esos que se estiran y se encogen cuando los tocas: esos.  Le salvó no saberlo y siguió para adelante, levantando la cabeza como sí le enseñaron sus padres.

A veces soy yo.

A veces otra

la turbia voz que se arma

y se desarma

confundida.


Temblorosos castillos de naipes

son las palabras.

En el clamor de un desamparo

se desmoronan

para arraigarse en otro aliento

después de los deshielos

tengo la certeza

que la voz se aclara 

y la palabra

se hace más fuerte.

 

Elena Larruy 


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