Cuando era pequeño Nilo me regalaba la mejor de sus
sonrisas, al verme aparecer tras la verja de la escuela se lanzaba a mis
brazos, y los dos nos fundíamos en un gran
abrazo. Cada miércoles nos recogíamos el uno al otro, yo a él del colegio y el
a mí de mi soledad. Esas tardes las llenábamos de juegos, complicidad y cariño.
Yo escribía relatos y cuentos para él, que me escuchaba con aparente
atención descuidada. Las lecturas le planteaban preguntas y más preguntas que procuraba responder como sabía o podía, pues
su afán de curiosidad me ponía en encrucijadas de difícil salida. Descubrí
con sorpresa, el gozo que estos retos me producían, ¡a mis años! Y el esfuerzo que debía hacer para estar a la
altura de una mente ¡tan despierta y brillante!
De camino a
casa hacíamos un alto en un pequeño parque algo escondido, donde dejaba que consumiera su inagotable energía: la verdad es
que solo la aligeraba. Entonces Nilo me reclamaba la historia que yo traía para él.
Hacía pocos días que había sido mi cumpleaños. Llevaba conmigo una bolsa que contenía una caja con el regalo que su
madre me había hecho, y que esa tarde tenía especial significado. El propósito
era tirarla al contenedor del parque, pues habíamos pactado desprendernos de objetos y cosas que no nos
fueran de utilidad o que de alguna manera nos molestaran. Se trataba en cuestión
de enseñarle a reflexionar, de una forma
lúdica, el espacio que ocupaba en nuestros armarios y en nuestras vidas todo aquello que no nos servía.
Esas zapatillas afelpadas a cuadros azules eran
ofensivas, producían en mi el mismo efecto que si me hubieran regalado una
dentadura postiza, y lo peor no era eso, no, lo peor era que se trataba de las mismas zapatillas que me había regalado
por segundo año mi nuera, o sea su madre:
a mí que ¡aún tenía restos de acné en la
cara! Le expliqué a mi nieto, de corrida
y con el disimulo que pude que me
producían urticaria, lo que desencadenó en él una cascada de preguntas que esta
vez atajé hábilmente, no sin antes enredarme entre el picor y el desazón. No sé
que debió entender su resuelta cabecita, la cuestión es qué relacionó mi
propósito con el suyo y al hilo de la conversación sin dejar que acabara mi
exposición, me soltó que su decisión también estaba tomada, que el tiraba a
Ferrán, Ah! y también la tabla del ocho!
concluyó.
Y es que ese día Nilo salió de la escuela con la firme decisión de tirar contenedor abajo a su profesor de matemáticas, por haberle amonestado “injustamente” (repetía) durante la clase: porqué ¡ya deberías tener aprendida la tabla del ocho de corrida! ¡Y no equivocarte siempre en el ocho por nueve!
Aproveché su momento de enfado para soltar mi caja en la hambrienta boca del basurero. Cuando le
advertí del error que cometía, quiso tirar también la tabla del nueve ¡por si acaso! dijo. Así que esa tarde fue muy importante para mí
explicarle por qué era más inteligente y útil aprender la tabla del ocho que
tirar contenedor abajo a Ferrán.
Yo dejé para más tarde la reflexión sobre mi rabia contenida, de la que me iba a costar desprenderme.
Sabes Nilo cuantos años cumplí hace unos días le pregunté? Sí abuelo, me acuerdo por las velas del pastel: setenta y dos. Pues eso es, justo, ocho por nueve: setenta y dos. Ostras abuelo! si, si, ya no se me va a olvidar nunca. Genial abuelo!, te quiero!
Bien; te propongo un trato: hacerle un regalo a tu profesor de matemáticas.
Porqué abuelo? Que regalo?
Yo te ayudo a que te aprendas la tabla del nueve y
mañana tu cuando llegues a clase le pides disculpas por tu comportamiento de
ayer y le dedicas la tabla y también la del ocho. Se sentirá orgulloso de tu
esfuerzo, te felicitará y el tema
quedará zanjado. De acuerdo abuelo. ¿Y tu caja? Se percató en ese instante. Ya
la tiré hijo! Entonces le diré a mamá que compre otras zapatillas para ti.
Noooo, no Nilo, no. Muchas gracias, pero estar contigo es para mí el mejor regalo
que podéis hacerme tú y tu madre. Sabes? Cuando vivía tu abuela y llegaba mi
cumpleaños, ella me dejaba pequeñas notas en cajitas que escondía por la casa y
que yo iba encontrando y descubriendo a lo largo del día, y decían cosas como: me gustas cuando ríes!
cuando disimulas y montas estrategias que nos favorecen! cuando concilias nuestras peleas, cuando nos
dices que te sientes orgulloso de tu familia, de nuestras hazañas, de mi
curiosidad por todo! Otras veces los mensajes quedaban escritos en los espejos
del baño o en la lista de la compra que teníamos colgada en la nevera… y
escribía: gracias por dejarte querer, por las infusiones de tomillo que
preparas para mi, cuando estoy en cama, mil gracias por decirme tantas veces
como me dices, lo que te gusta de mi, por tu atenta curiosidad por todo, por
quererme cuando estoy triste, hay ¡tantas cosas que me gustan de ti! que no
puedo evitar quererte y quererte.
Se me ocurre una cosa abuelo! Te gustaría que yo también escribiera cosas para ti y jugáramos a que tú las encuentras. Me encantaría, sí. Será un secreto, nuestro secreto, solo nosotros deberemos saberlo.
Y cuando empezaremos Nilo?
Abueeeeeelo! Pues para cuando cumplas ocho por nueve más uno!
Sabías que el setenta y tres es un número primo?
Eso significa que es familia del setenta y dos?
Bueno pues siiii, en cierta manera, quiero decir que familia, familia, pues puede que sí! No, no quiero decir eso, lo que realmente significa es otra cosa. Y que otra cosa quiere decir?
No sé bien como explicártelo.
No te preocupes, le preguntaré a mamá. Papá siempre dice de ella que tiene todas las respuestas, y no sé porqué la llama gugle, gogel o gugel… ufff! no se…
¿Lo sabes tu, abuelo?
elena larruy
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