YO SIEMPRE ANDO POR EL CAMINO DE LA AMBIGUEDAD, PORQUE SIENTO
LA CONTÍNUA TRANSFORMACIÓN: SOMOS CAMBIO, SOMOS PROCESO
Tramas y personajes observan aquí
y allá con una nueva mascara. Lo hacen porque no se agotaron en mí, aún los
estoy narrando.
No es un libro de ensayos, porque
el tono solemne y la fundamentación teórica que el término requiere no me van.
Tampoco son enseñanzas, no las puedo ofrecer.
Como en muchos campos de actividad, surgen nuevos modos de
trabajar o crear que necesitan nuevos nombres. Que cada uno le dé a esta
narración el nombre que quiera. Para mí significan esas palabras que digo al oído
del lector, que tanto me gustan y que musito en novelas o poemas: una llamada
para que se ponga a pensar conmigo.
Lo que escribo nace de mi propia
maduración, un trayecto con altibajos, puntos luminosos y zonas de sombra. En
ese transcurso entendí que la vida no teje solamente una tela de pérdidas, sino
que nos proporciona una sucesión de ganancias. El equilibrio de la balanza
depende en gran medida de lo que sepamos o queramos ver.
Buscar el tono justo: el de
nuestro lenguaje, el de nuestro arte -y eso vale para cualquier persona- el
tono de nuestra vida. ¿En qué tono la queremos vivir? En semitonos
melancólicos, en tonos más claros, con prisa y superficialidad, o alternando alegría
y placer con momentos profundos y reflexivos. Corriendo sólo por la superficie
o, de vez en cuando, sumergiéndonos en aguas profundas. Distraídos por el ruido
de alrededor u oyendo voces en las pausas y en los silencios: nuestra voz, la
del otro.
¿Nuestro tono será de sospecha y
desconfianza o serán balcones que se abren al paisaje más allá de cualquier
límite? En parte depende de nosotros.
En el instrumento de nuestra
orquestación somos -junto con fatalidades, genética y azar- los afinadores y
los artistas. Somos, ante todo, constructores de nuestro instrumento. Lo que
vuelve a la lucha más difícil, pero mucho más instigadora.
Aunque sea un discurso íntimo,
éste puede parecer en ciertos momentos un libro cruel: digo que somos
importantes, y buenos, y capaces, pero también digo que somos muchas veces frívolos,
que somos mediocres demasiadas veces. Digo que podríamos ser mucho más felices
de lo que en general nos permitimos ser, pero tenemos miedo del precio que
quizás haya que pagar. Somos cobardes.
Pero ha de ser un libro
esperanzado: soy de los que creen que la felicidad es posible, que el amor es
posible, que no existen sólo desencuentro y traición, sino ternura, amistad,
compasión, ética y delicadeza.
Pienso que en el curso de nuestra
existencia necesitamos aprender esa materia desacreditada que se llama “ser feliz”.
(Veo cejas que se alzan irónicamente ante mi romántica afirmación).
Cada uno en su camino y con sus
singularidades. En el arte, como en las relaciones humanas, que abarcan los
diversos lazos amorosos, nadamos contra corriente. Intentamos lo imposible: la
fusión total no existe, es inalcanzable compartirlo todo. Lo esencial no puede
compartirse: es descubrimiento y susto, gloria o condenación de cada uno,
solitariamente.
Pero en un diálogo o en un
silencio, en una mirada en un gesto de amor como en una obra de arte, puede
abrirse una rendija. Observarán juntos el artista y su espectador o su lector,
como dos amantes.
Y así, hiriéndonos rodillas manos, vamos andando.
Por eso escribo y escribiré: para
instigar a mi lector imaginario - ¿sustituto de los amigos imaginarios de la
infancia?- a buscar en sí mismo y a compartir conmigo muchas inquietudes sobre
lo que estamos haciendo con el tiempo que se nos da.
Pues vivir debería ser – hasta el último pensamiento y la
postrera mirada- transformarse.
Lo que estoy escribiendo no son meros devaneos. Soy una
mujer de mi tiempo, y quiero dar testimonio de él como mejor puedo: soltando
mis fantasías o escribiendo sobre el dolor y la perplejidad, la contradicción y
la grandeza; sobre la enfermedad y la muerte. Lamentando la palabra en el
momento no oportuno y el silencio en el momento en el que habría sido mejor
hablar.
Escribo continuamente sobre la posibilidad de que seamos
responsables e inocentes en relación con lo que nos ocurre.
Somos autores de buena parte de nuestras elecciones y
omisiones, de la audacia o la conciliación, de nuestra esperanza y fraternidad
o de nuestra desconfianza. Sobre todo debemos resolver cómo empleamos y saboreamos
nuestro tiempo, que es siempre, al fin y al cabo, nuestro tiempo presente.
Pero somos víctimas inocentes de las fatalidades y de los
azares brutales que nos roban amores, personas, salud, empleo, seguridad,
ideales.
De modo que mi perspectiva del ser humano, de mí misma, es
contradictoria, porque somos contradictorios y en ello reside el estímulo.
Somos transición, somos proceso. Y eso nos perturba.
El flujo de los días, los años, las décadas, sirve para
crecer y acumular, no sólo para perder y limitar. Con esa perspectiva nos
volveremos señores, no siervos. Personas, no pequeños animales aturdidos que
corren sin saber a ciencia cierta por qué.
Si mi lector y yo coincidimos en nuestro tono recíproco,
este monólogo inicial será un diálogo, aunque jamás llegue yo a contemplar el
rostro del otro que, al fin y al cabo, se convierte en parte de mí.
Entonces mi arte habrá cumplido algún objetivo.