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martes, 1 de octubre de 2019

LOS DIECIOCHO NUNCA SE OLVIDAN


LOS MEJORES AÑOS DE MI VIDA


Agradezco al primer café de la mañana que despierta mi entusiasmo por la vida en mi viaje de paso, al azul del cielo, al claro día que me renueva, a la poesía que sale a mi encuentro sin previo aviso y me ofrece lo mejor de sí, a los paisajes huyendo por los ocasos. Agradezco al recuerdo de mis padres, a su amor presente, a la comprensión de tantas cosas que entendí después de su partida, a la verdad de sus manos, siempre abiertas, a seguirlos queriendo y poder contarlo. A los pocos que me enseñaron con amoroso gesto  y a los otros que no lo hicieron, de los que también aprendí observando y lo sigo haciendo.  Agradezco  al misterio y al hechizo, a la magia de las noches  de San Juan que siguen dándome su brillo y su aliento: a galope sacan los caballos de mi pecho, los que aún no se cansaron de cabalgar, a mi corazón amando y mi sangre engordando en alegría, petando en la hoguera al calor de sus brasas encendidas de recuerdos que conservo y atesoro. Agradezco los días de insomnio cuando  gestaba  el amor primero y no sabía dónde esconderlo,  a mi madre planchando mi pelo los días de fiesta cuando me empezaba a salir el pecho. Al feliz día que abandoné la escuela y el uniforme y  me colé en el baile por vez primera,  tenía quince años: me sacó a bailar un chico y no era uno cualquiera, era alto, moreno y guapo: el que me quitaba el sueño. Rodamos sobre la pista como dos témpanos mudos, aunque los témpanos no ruedan nosotros éramos dos jóvenes que se gustaban y estábamos muertos de miedo, con la música de Matt Monro sonando y girando sobre una misma baldosa, mis manos tímidas apoyadas en su  hombro y las suyas inseguras rodeando mi cintura cogido a un "michelín" desafortunado a modo de cinturón de Saturno que la envolvía por culpa de un pantalón muy ajustado. Memorable momento de incomodidad y bochorno, me quise morir todo el tiempo que duró la canción, que fue eterno, y los días  y semanas que vinieron después. Tanta fue la vergüenza que ya no pude jamás mirarlo a la cara, me escurrí como agua entre rejas, me hice invisible  y desaparecí por y para siempre de su universo. Pero el tiempo de duelo pasó, se olvidó la pesadilla, borré su nombre, limpié el vaho de mi rostro y de nuevo pude contemplarme en el espejo y quererme con todos los encantos floreciendo en mis dieciséis primaveras. Solté mi larga melena, me desprendí de algún kilo de más y me eché al mundo dispuesta a degustarlo trocito a trocito. No hubo resistencia alguna, el mundo y yo nos confabulamos sin mediar palabra y proyectamos un sueño que no tardó en llegar. Contaba con el atrevimiento, la arrogancia y la urgencia de los diecisiete años; años que aún conservo no tan intactos como presentes, nunca  envejecieron. Siempre estaré agradecida a la que fue la mejor época de mi vida, era tremendamente feliz y ese era mi momento y el lugar que me aguardaba era mi sitio. Había llegado la hora de mi vuelo, por fin podía extender mis incipientes alas, mis padres, que muy sabiamente lo percibieron,  no solo no lo impidieron si no que abrieron la puerta de la jaula que me retenía , facilitándome el maravilloso viaje que estaba a punto de realizar a Barcelona, cosa poco común en una familia de los años setenta. ¿Dónde volar? fácil, a la capital, a doscientos kilómetros de mi casa, donde las avenidas y las oportunidades eran lo suficientemente extensas  y gustosas para mis desatados deseos de vivir la vida y seguir creciendo. No tenía miedo,  la independencia y el anonimato que me proporcionaba la ciudad lejos de asustarme me gustaba, mucho más, me apasionaba. Ese era mi lugar, el pueblo nunca lo fue, ¡por fin en casa, me dije! La ciudad y  yo nos atrajimos desde el primer momento y en nada se convirtió en mi hogar. Los primeros flirteos, las conquistas, era una chica de éxito, así lo sentía.  Por vez  primera  pude sentir con suma intensidad el placer y la caricia del viento a mi favor, moverme en libertad sin que nada ni nadie me lo impidiesen y hacerlo con responsabilidad y arrojo, una mezcla perfecta.  Aquella espléndida ciudad moderna, organizada y resuelta me llenó de descubrimientos, un mundo nuevo con infinitas posibilidades se abría ante mis ojos, me incorporé a su pulso con naturalidad asombrosa, me sentía poderosa, encumbrada, y hermosa y me aportó la  dosis de fuerza y confianza que necesitaba.
Corría en el calendario el año 1971 me sentía dichosa, vivía en un estado permanente de enamoramiento y sorpresa,  de cercanía y encuentro, de conquista: había llegado a mi destino. Atravesé puertas, rellené solicitudes de trabajo, cumplimenté cuestionarios psicotécnicos, en los que me hice una gran experta y conocí gente estupenda que me tendió su mano. No estaba sola ni me sentía así, mis padres siempre estuvieron, aunque en la distancia, me facilitaron todo cuanto necesité. Me instalé a vivir con una familia y sus tres hijos junto a La Sagrada Familia mientras decidía como vivir y empecé a moverme segura por el vientre de la ciudad, metros, autobuses, semáforos, despachos, registros de empadronamiento, academias En poco tiempo me hice una ciudadana más y en poco más de tres semanas ya había conseguido mi primer empleo de dependienta en unos grandes almacenes: mis aspiraciones eran otras, no por eso me desanimé, era mi primer empleo, mi primer sueldo estaba entusiasmada y dispuesta a prepararme para conseguir mi objetivo y que una gran empresa me contratara para conseguir mi objetivo,  ese era mi deseo que por el momento se hizo esperar puesto que no reunía ningún requisito más que mi disposición y confianza, no solo no contaba con ninguna  experiencia laboral ni preparación específica, tampoco sabía escribir a máquina, ni tenía la mayoría  de edad, ni hablaba otra lengua que no fuera el castellano. Acababa de terminar el bachillerato y tenía la confianza absoluto de que iba a encontrar un buen trabajo, me lo dictaba el corazón. Así que entendí que mientras llegaba el momento de hacerme oficialmente mayor, debía ponerme las pilas, con lo que retomé mis estudios en una academia y me esforcé en aprender habilidades que me exigían en los trabajos a los que aspiraba. Muchas eran las puertas del futuro donde llamar y realizarme y yo las quería abrir todas, el corazón tenía trazado un plan de ruta solo había que seguirlo, me guiaba por las coordenadas corazón cabeza. Perseguía un sueño y estaba a punto de alcanzarlo y no paré hasta conseguirlo. Solo hicieron falta tres años y tres trabajos medianos que me enseñaron mucho y donde cogí suficientes habilidades y experiencia hasta aterrizar en la empresa multinacional que se convertiría en lo que fue una carrera de éxito personal y  profesional donde permanecí  cuarenta años.
Siempre sonrío cuando recuerdo esos años de "diecidicha, diecilucha y veintefieros felices años de gozo y alegría que brillé con luz propia, en los que fui tremendamente feliz. Por eso lo escribo ahora que necesito una sonrisa y porque empiezo a olvidarlos.
Elena


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