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lunes, 1 de marzo de 2021

LA SONRISA EMPAÑADA

Primero fue Joan Margarit el dieciséis de Febrero, días más tarde, el veintidós  me saludó con un hola y un adiós el americano Lawrence Ferlinghetti el último superviviente de la generación Beat y, ayer fue la escritora murciana Isabel Martínez Barquero. Todos tienen maneras distintas de despedirse. Todos coincidieron que Febrero era un buen mes para morir.

No hace ni un año que nos dejó otro gran poeta, además de compositor y cantante L. Eduardo Aute; el mismo día que fallecía en un hospital madrileño, entraba por la puerta de mi casa su libro Toda la poesía, de alguna manera me avisó unos días antes, pues si bien escuchaba su música nunca me interesé por hacerme con sus letras. Sentí entonces como lo siento ahora que los poetas eligen a los herederos de su legado, la poesía no es apta a todas las miradas.



Sorpresivamente ayer veintiocho de Febrero apareció en mi teléfono, sin venir a cuento, el Post de la última entrada del Blog El Cobijo de una desalmada de la escritora murciana Isabel Martínez Barquero, estaba fechada dos años atrás, en ella Isabel se despedía, cerraba lo que llamaba una etapa fértil de nueve años cuyo tiempo había llegado a su fin. Tuve curiosidad por saber qué estaba escribiendo ahora, hacía dos años que le había perdido la pista. La escribí para pedirle dos libros suyos, y tuvimos ocasión de saludarnos e intercambiar comentarios de los mismos. Descubrí entonces a una mujer sufridora que se esforzaba en sonreír. Su poesía trasmitía mucho desgarro. Al leerla sentía que compartía ese dolor y que el suyo se hacía más pequeño, y en ese sentido me aliviaba. Más tarde me contó ─sin contar─ que había padecido una importante depresión que la dejó como muerta: se dejaba entrever en casi todos sus versos y poemas. Conecté de corazón a corazón y la entendí, mucho más cuando leí sus relatos y su libro de poemas el Nervio de la piedra. Ahí dejaba patente la naturaleza de su herida, la necesidad imperante de escribir para seguir viviendo.

Esta mujer Licenciada en Derecho y escritora, cuya valentía y honestidad me emocionaba, la sentí como una mujer de verdad, de las que te hacen sentir orgullosa de tu condición de mujer. Nunca se prodigó más que como una ciudadana que escribía, sin poder parar de hacerlo: le iba la vida. Su alma tantas veces expuesta a la intemperie la llevaba a esa necesidad. Para ella escribir era una pulsión del vivir descosido que sentía en su interior; poder contar aquellas cosas que nos pasan, que sentimos y no decimos, con la sonrisa empañada: sí, pero auténtica y necesaria. Otra mujer echa de voluntad y esfuerzo. Y así se lo hice saber.

Creo que todos los grandes creadores tienen un legado muy valioso que han de dejar en buenas manos, como quien confía un hijo cuando se va. Así hizo Isabel conmigo. La poesía es un material de alta sensibilidad, no apta para miradas que puedan dañarla o ensuciarla. Estos seres entrañables, los poetas,  que nos contaron sus vidas para hablarnos de nosotros, se les debe reconocimiento y agradecimiento, y eso es justo lo que hago ahora, además de seguir su rastro.

No porque sus nombres se escriban con letras mayúsculas y doradas, sino por su humanidad y su saber y, sobre todo porque fueron personas que por encima de todo amaron: ¡y de qué manera! nos lo hicieron saber.

Feliz en tu eterno descanso Isabel, y gracias por tus palabras y tus deseos de que, esta que escribe, nunca fuera herida por el nervio de la piedra.

Elena Larruy



De su libro Mujeres de otoño
Fragmento del Relato: Tibieza
Isabel Martínez Barquero

Más vale cambiar el rumbo de mis pensamientos, no enredarme en cavilaciones que solo consiguen que me precipite en cimas voraces. Por semejantes derroteros, me quedo paralizada en una latitud estéril que me engulle como si fuera un campo minado por arenas movedizas. Si me aflijo por lo que ya no será, perderé lo que aún puede ser. Debo enarbolar la bandera del optimismo, no ceder ante la derrota. Al fin y al cabo, reconozco estas meditaciones, fieles compañeras de mi vida; he aprendido a convivir con su carcoma. Pero también he aprendido que la perfección se empaña en la tristeza. La existencia esconde nuevos días donde es posible sorprenderse con un regalo inesperado en cualquier segundo. No deseo que mi mente se enturbie hasta el extremo de ser incapaz de descubrir las pequeñas cosas que impulsan a la sonrisa, a la dicha cotidiana, al placer inocente de enhebrar las horas en las faenas mínimas que me renuevan. La alegría es una decisión del carácter y un empeño de la voluntad. (...)
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