Pertenecemos a un todo difícilmente concebible, disgregados por los confines de un universo de dudoso padre. Negamos nuestra orfandad, creemos que pertenecemos a alguien porque una mano mece nuestra cuna, un tejado nos cobija, unos brazos nos protegen, en el mejor de los casos, pero otra realidad se impone al viajero adulto cuando le crece la conciencia y las alas lo alejan de su cuna, cuando eleva el vuelo y descubre que no está solo, que hay otros huérfanos recorriendo mundos. Nuestra destino es el camino: crecer como crece la hoja, la rama que la sostiene, la flor y su fruto encadenando la vida. Eso somos, eso y un pedacito del Todo con una inteligencia que nos viene dada, como instrumento de superación para un proyecto superior que va creciendo con nuestras acciones y que siempre se aleja. Obreros en la viña, que dice el poeta.
Tarde, ya en el umbral de mis noventa años
se abrió una puerta en mí y entré
en la claridad de la mañana.
Sentía cómo se alejaban de mí, como naves,
una tras otra, mis existencias anteriores con sus congojas.
Aparecían, otorgados a mi buril,
países, ciudades, jardines, bahías, para que los describiera
mejor que antaño.
No vivía separado de la gente, el pesar y la piedad
nos unieron y dije: olvidamos que todos somos
hijos del Rey.
Porque venimos de allí donde aún no hay
división entre el Sí y el No, no hay división entre el es, el será
y el ha sido.
Somos infelices porque hacemos uso de menos de
una centésima parte del don que habíamos recibido para nuestro
largo viaje.
Momentos de ayer y de hace siglos: un corte de espada,
un maquillaje de pestañas delante de un espejo de metal
bruñido, un disparo mortal de mosquete, una colisión
de una carabela con un arrecife, se mezclan en nosotros y esperan su
cumplimiento.
Siempre he sabido que seré obrero en la viña,
al igual que todos mis contemporáneos,
conscientes de ello, o inconscientes.
Czeslaw Milosz