Esta es la carta en la que Rainer Maria Rilke respondía a un joven, de diecinueve años, con vocación de poeta, que lo admiraba y al que había enviado sus poemas pidiéndole opinión y consejo. Se daba la coincidencia de que habían sido alumnos en el mismo colegio, solo que Rilque quince años antes.
Han pasado más de cien años y aunque su contenido pueda parecer un tanto idílico y manido, siguen vigentes sus reflexiones y consejos. Aportan luz, y confirman reglas necesarias sobre los silencios y las escuchas, el carácter y la voz propia en la expresión, la belleza, la mirada interior, la comunión con la naturaleza, y más detalles que cualquier creador debe atender si su vocación es serlo.
Distinguido señor:
Hace pocos días me llegó su carta, y quiero agradecerle su confianza. Me temo que no sabré hacer mucho más. No puedo entrar en consideraciones sobre sus versos, porque me es totalmente ajena cualquier intención crítica. Y nada resulta menos adecuado, para tomar contacto con una obra de arte, que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a malentendidos más o menos felices. Las cosas no son tan comprensibles ni fáciles de expresar como muchas veces se nos quiere hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son indecibles; suceden en un ámbito al que no llega ninguna palabra. Y lo más inexpresable de todo son las obras de arte: realidades llenas de misterio, cuya vida perdura junto a la nuestra, que desaparece.
Dicho esto, apenas puedo añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, aunque sí hay brotes que despuntan iniciando algo personal. Especialmente en el último poema: “Mi alma”. Ahí hay algo propio que quiere manifestarse, y busca encontrar su voz y melodía. Y en los bellos versos “A Leopardi” encuentro una afinidad con ese gran solitario. Aun así, sus poemas no son todavía suficientemente independientes. Tampoco el último ni el que dedica a Leopardi. La amable carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, pero sin que con ello pueda señalarlas, dándoles su nombre.
Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes lo ha peguntado a otras personas. Manda sus versos a revistas literarias. Los compara con otros versos, y se siente inquieto si esas revistas los rechazan. Pues bien –ya que usted me permite aconsejarlo– le pido que renuncie a todo eso. Usted mira hacia fuera, y esto es justo lo que ahora no debe hacer. Nadie puede ayudarlo. Nadie. No hay más que un solo camino: entre en usted. Examine a fondo qué es lo que lo mueve a escribir. Examine si ese deseo está enraizado en lo más profundo de su ser. Pregúntese si moriría si no le fuera posible escribir. Esto, ante todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche “¿debo escribir?” Excave en sí mismo en busca de una respuesta. Y si es afirmativa, si usted sale del encuentro con esa pregunta con una afirmación firme y sencilla, entonces construya su vida conforme a esta necesidad. Que sea su vida, hasta en su hora más insignificante, un signo y un testimonio de ese impulso. Acérquese a la naturaleza y diga, como si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehúya, al principio, las formas y los temas más transitados. Son los más difíciles, porque se necesita una gran madurez para poder decir algo propio ahí donde existen tantos buenos y brillantes aportes. Por esto mismo evite los motivos abstractos. Recurra en cambio a lo que cada día le ofrece su propia vida, sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos y su fe en la belleza; y todo dígalo todo con silenciosa, íntima y humilde sinceridad. Valiéndose, para ello, de lo que lo rodea. De las imágenes de sus sueños. De todo lo que vive en el recuerdo.
Si su vida cotidiana le parece pobre, acúsese usted mismo de no ser lo suficiente poeta para descubrir su riqueza. Porque para un espíritu creador no hay pobreza. Ni tampoco hay lugar que sea pobre o pueda serle indiferente. E incluso si estuviera en una cárcel, en la que no llegara hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no tendría aún su infancia, esa riqueza interminable, ese recinto que guarda los tesoros de la memoria? Vuelva ahí su atención. Trate de hacer resurgir las sensaciones de ese vívido pasado. Verá entonces cómo se afirma su personalidad, cómo se ensancha su soledad y se convierte en una misteriosa morada, mientras lejos, muy lejos, sucede el estrépito de lo demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este ir al fondo de su propio mundo, nacen unos versos, entonces ya no preguntará a nadie si son buenos. Ni se preocupará porque las revistas se interesen por ellos. Porque esos versos serán su riqueza más preciada y natural: fragmento y voz de su vida.
Una obra de arte es buena cuando nace de la necesidad. Ese aspecto de su origen es el único criterio válido para juzgarla, no hay ningún otro. Por eso no sé darle otro consejo que este: entre a usted mismo y explore las profundidades de su vida. Ahí encontrará la respuesta cuando se pregunte si para usted es necesario crear. Acepte esa respuesta tal como le llegue. Sin tratar de buscarle sutiles interpretaciones. Tal vez está usted llamado a ser poeta. Cargue entonces con su destino: cargue con su peso y su grandeza, sin preocuparse de las recompensas externas. El creador debe ser un mundo en sí, y debe encontrarlo todo dentro de sí y de la naturaleza, a la que está unido.
Pero tal vez después de haber entrado en la soledad de usted mismo, deba usted renunciar a ser poeta (basta sentir que se podría vivir sin escribir, repito, para no permitírselo siquiera.) De todos modos este profundo recogimiento no habrá sido inútil: su vida encontrará caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos y amplios, se lo deseo más de lo que pueden expresar las palabras.
¿Qué más podría agregar? Me parece que he dicho lo que podía decirle. Al fin y al cabo, solo he querido aconsejarle que crezca desde el impulso de su propio desarrollo. Nada puede causarle más daño que insistir en mirar hacia fuera, esperando que desde ahí llegue la respuesta a esas preguntas que solo en lo más íntimo, en la más silenciosa de sus horas, quizás pueda contestar.
Fue una gran alegría encontrar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardándole una profunda veneración y una gratitud que durará muchos años. Hágame el favor de expresarle esto. Es muy bondadoso al acordarse de mí, y lo sé apreciar.
Le devuelvo los versos que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por su gran confianza. Mediante esta respuesta, sincera y exhaustiva, he intentado hacerme digno de ella. Al menos un poco más digno de lo que, como desconocido, soy en realidad.
Con todo afecto,
Rainer Maria Rilke
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