Estos últimos años me he dado cuenta de que, a la vez que va disminuyendo mi capacidad de aprendizaje, hace su aparición, como contrapunto, otra capacidad que ha acabado por ser la más importante: la de utilizar al límite, en la exploración de los nuevos territorios intelectuales y sentimentales, todo lo que he aprendido a lo largo de la vida. De esta manera puede alcanzarse a si mismo la lucidez necesaria para comprender el miedo. Pero la nueva capacidad depende de cómo ha sido el desarrollo personal hasta entonces. No hay manera de evitar una cierta irreversibilidad de la situación. Es lo que hace que la última etapa pueda ser la más profunda, pero también la más banal, de la vida de una persona.
El miedo es falta de amor: un pozo que tratamos de llenar inútilmente con las cosas más variadas, en una acción directa, sin sutilezas, que no se acaba nunca, porque el pozo siempre está igual de vacío y oscuro. Cuando no se entiende el miedo, no se puede intentar nada más que esta acción sin matices, que es la del egoísmo. Entonces el amor quizá no está lejos pero es difícil. Hay que volver al tiempo antes del pozo, saber cómo y cuándo comenzó a cavarse. A mi edad esto es algo que resulta ineludible. A la sustitución del miedo por la lucidez, la llamo dignidad. Entonces es cuando resulta que el amor no estaba lejos, ni era difícil.
La palabra "dignidad" viene del latín dignus, "merecedor", y este significado evoluciona hacia los más complejos de "merecedor de respeto" y, más aún, el de "respeto por si mismo", que es el significado que me interesa. Esta dignidad que es respeto por uno mismos conduce al amor, el cual se adentra a la vez por la inteligencia, el sentimiento y la sensualidad, que sucede dentro de cada uno y que solo tiene que ver circunstancialmente con las actividades públicas de dedicación a los más necesitados, acciones que pertenecen siempre, de una manera explícita o implícita, al territorio de la política.
Amar es lo bastante complejo como para necesitar de todas las herramientas y maestrías que pusimos a punto en la época del aprendizaje. No he encontrado mejor manera de amar a los demás que el ejercicio de la poesía, una vez como lector y otras como poeta -he dicho en muchas ocasiones que para mi las dos opciones son lo mismo-, y poniendo, tanto en la composición como en la interpretación de un poema, la misma honestidad que procuro practicar en cualquier aspecto de la vida civil y de la vida íntima. Pienso que este planteamiento es posible porque la poesía tiene la intensidad de la verdad. Lo que un poeta es, eso serán sus poemas: y no hay nadie más difícil de engañar que los buenos lectores de poesía. Al fin y al cabo una persona culta es la que sabe distinguir entre Montaigne y un libro de autoayuda. No hay ni un solo buen poema en el que su autor no se haya involucrado de alguna manera hasta el fondo. Esto es lo que lo convierte en un acto de amor. "Somebody loves is all" -Alguien nos ama a todos-, como dice el gran verso final del poema "Filling Station", de Elizabeth Bishop.
En medio de todo esto, la poesía que más sigue interesándome se mueve en un territorio que yo llamaría sensato, evitando, en su relación con el misterio, los dos extremos en los que la falacia de la originalidad siempre intenta arrinconarla. Por un lado está la devaluación del misterio que ha convertido ya a una parte de las artes plásticas y de la música contemporáneas en algo ajeno al riesgo y a la emoción y, por tanto, a la verdad. El otro extremo consiste en enfatizarlo de una manera exagerada, es decir, ignorar que hasta el misterio, o más que nada el misterio, debe ser tratado con sensatez. Que se conozca el sentido o la explicación de algo, no implica que sea aceptable cualquier explicación por descabellada que sea. La poesía, a pesar de su exactitud y concisión, no puede ser nunca un atajo.
Mi tiempo ha huido y me ha dejado solo en otro tiempo, pero mi soledad es una soledad de lujo. Me hace pensar en el exilio final de Maquiavelo en el mundo rural de su infancia, en aquellas tabernas donde como explica en sus memorias, sólo hablaba con los rudos e incultos campesinos. Pero por la noche ponía una gran mesa con los mejores y más finos manteles, vajillas y cristalerías -que había traído de Florencia- y cenaba y conversaba con los sabios de la Antigüedad.
Por lo que a mi respecta, en este otro exilio que es, por su propia naturaleza, la etapa final de la vida, siento que soy yo mi propio interlocutor. Ya no se está a tiempo de improvisar. He de haber hablado ya con los que han sido mis propios sabios para que, en muchas ocasiones a través de mis poemas, pueda reencontrarme conmigo mismo en el territorio de la dignidad. La dignidad de no asustarme de mi destino.
Joan Margarit Verano de 2010