El entusiasmo no carece de peligros y, abandonado a sus
propios recursos, puede conducirnos a la temeridad. Cuando la pasión se
desboca, sentimos deseo, una fuerza muy poco relajada. Cuando el deseo empieza
a abrumarnos, se pierde la sensación de auténtica pasión. Para volver a nuestro cauce, podemos aplicar
el freno de la razón: el uso de la inteligencia para corregir los instintos del
corazón. También podríamos tener en cuenta la moderación. Aristóteles tenía fe
ciega en el << punto medio>>, es decir, en no apartarse del camino
del centro. La pasión, entendida, como dar en lugar de consumir, es una virtud,
no un instinto. Concíbela como un rio encauzado a orillas de una ciudad. Fluye
libremente, pero en lugar de echar a perder la agraciada obra maestra urbana,
la mejora.
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