Cuando parece que todo está vivido y el corazón se encoje y la fiebre de la tristeza nos consume, solo la alegría nos salva. Así que sonriamos aun cuando parezca que nadie nos mira.
Vivo en el centro de una pequeña ciudad de quince mil habitantes. En un extremo de la misma está el cementerio y en el otro vive una tía carnal que se quiere morir. Ayer entre sollozos y lamentos me lo repetía por teléfono. Yo la persuadía, le proponía que cuando decidiera irse, como mi casa quedaba al paso, que subiera a tomar café, ya lo discutiríamos.
Bajo mi techo vive mi querido padre, o sea su hermano, también mayor. Padece alzhéimer desde hace ocho años, en un proceso lento y degenerativo. Cuando la muerte le festeja más de cerca, como ahora que está hospitalizado por una infección respiratoria de la que piensa salir, nos dice a todos: ¡el que tenga prisa que pase delante! Y con ese talante cómico y por delante, sin ninguna duda, ha enterrado a casi todos los amigos y conocidos de su generación.
También está mi madre, a la que le tengo prohibido morir sin mi permiso. Unos días quiere irse -creo que está confundida y no sabe muy bien a donde- y otros deja que un abrazo la persuada de su idea, o una simple regañina cariñosa. Pero si realmente la quiero ver feliz solo tengo que poner en sus rodillas a mi pequeña nieta.
Yo soy la hija, la sobrina: la que media, la que cuida, la que cultiva la belleza en el jardín de sus vidas, la que regala emociones, la que les habla del sentido eterno de la vida. La que los sostiene cuando se doblan. Mis bienintencionados cuidados están lejos de ser perfectos y sufro a veces la impotencia de no saber cambiar el rostro decepcionado y el sentimiento de soledad que tristemente acompaña muchas horas de la vejez de nuestros ancianos.
También soy madre y esposa y ahora abuela. Tengo los años de la mujer invisible. La edad de pasar inadvertida a los ojos ajenos, ¡claro que los ajenos me importan lo mismo a mí! No por eso lloro lo que fue y se acabó, sonrío porque sucedió y por todo lo bueno que me queda por vivir.
Ahora que ya no soy tan lozana y distraída tengo un sentido más hondo y ancho de la belleza, y de la vida en todas sus concepciones. Conservo casi intacto el sentimiento efervescente de la juventud, porque soy y seré siempre joven. Lo siento así.
Cada instante que mi conciencia despierta y aprende, revitaliza en mí un sentimiento de fuerza y continuidad que me llena de alegría y me hace entender que no necesito que nadie me complete, todas las respuestas están en mi. De la misma manera se con certeza inescrutable, que el alma no se sostiene sin el abrazo y el aprecio de los nuestros.
Cuanto más amo la vida, más me ama la vida a mí, ¡qué gran descubrimiento!
Por eso no permito que las desesperanzas me arrastren, que me visite mi tía, que las nostalgias y las tristezas invadan mi casa.
Detrás de cada final hay un principio, siempre hay un principio donde seguir aprendiendo y amando... por eso ya no invito a café a mi tía. Me pregunto si le gustará el té. Voy a llamarla.
Un relato de Elena Larruy
Este es un relato que escribí hace varios años y que acabo de actualizar para una nueva publicación. Recoge la experiencia y el sentimiento claramente expresado de una hija, que soy yo, por acompañar y cuidar el último escenario de la valiosa vida de unos padres que lo dieron todo por sus hijos. Cuando nos acercamos a la madurez entendemos más profundamente esa fragilidad, la gran necesidad de cariño, cercanía y reconocimiento que necesitan nuestros mayores. Cuando los perdemos definitivamente nos invade un sentimiento de deuda y gratitud.
Nunca es tarde, así lo siento, para decirles os quise, os quiero, os llevo en el corazón.
Nunca es tarde, así lo siento, para decirles os quise, os quiero, os llevo en el corazón.