Uno nunca sabe cuándo se acuesta que sorpresas le deparará la noche, hace unos días no eran ni las tres de la madrugada que mi habitación se vio invadida de personal del SAMUR, con un equipo médico profesional del que sentirse orgullosa. Mientras atendían al que conmigo duerme en mi cama desde hace más de cuarenta años de lo que parecía un infarto y que resultó ser solo una fuerte subida de tensión, mientras le hacían un electro encima de nuestra cama, daba las gracias al cielo por la asistencia recibida y por el equipo de profesionales tan bien preparados y equipados, que lo atendían. Pensé en la suerte que teníamos de estar en esas buenas manos, pensé también como la vida puede abandonarnos en un suspiro, lo insignificantes que somos en esas circunstancias de fragilidad en la que se nos rompen todos los esquemas. Yo, con mi pijama y mis pelos de dormir en una esquina de la habitación, aturdida sin máscara alguna, observando en medio de la noche, -como tirada en una cuneta después de un accidente de tráfico-, cómo asistían al mal herido: en mi casa, en mi habitación, en mi cama; con el desamparo del que está solo y desnudo en manos de la vida. Como si esa vida la de él y la mía no nos perteneciera. Supe en esa experiencia lo que era sentir el más absoluto vacío existencial. Toda la fortaleza construida en torno a mi persona y a nuestras vidas se desvanecía, todo, todo lo que hasta entonces creía importante y que era el motor de nuestra existencia se desmontó en un instante y pasé a ser nada, una mujer de ceniza, asustada, de rostro envejecido y cansado que sentía el cuerpo como una casa vacía. Abandonada al destino, los biorritmos se apagaron en un relente húmedo y fúnebre. Se extinguieron las luces, el mañana se ocultó; un tren se escapaba sin mí.
Elena Larruy