Dos días antes de mi viaje a Berlín, coincidí en el vestíbulo de mi casa con Alena, mi amiga escritora. Le conté que me iba de viaje unos días con mi marido. A mi regreso, una semana más tarde, había dejado en mi buzón un librito que relataba la experiencia de una familia costarricense en la capital alemana; le hacía ilusión que yo lo tuviera. El libro en cuestión,  que leí nada más llegar,  narraba las vivencias y  dificultades a las que se tuvo que enfrentar la familia, compuesta por un matrimonio con dos hijas de cinco y nueve años,  para adaptarse al vivir de  un país extranjero tan extraño a ellos, por sus costumbres y país de origen.  Los había llevado hasta allí, una beca de arte concedida al padre por la universidad donde trabajaba y, por un periodo de doce meses. El libro, de fácil lectura, me recordaba todos los lugares que acababa de visitar, fue como el broche final de nuestra aventura por Berlín.  Cuando lo acabé de leer le escribí a mi amiga para agradecerle y para contarle como había sido mi experiencia en Berlín, que acabó siendo este relato.   
Estimada Alena 
Acabo de terminar el libro de Luis Chaves que me regalaste, Vamos a Tocar el agua. Han acudido a mi cabeza decenas de imágenes y recuerdos de mi reciente viaje a Berlín, leerlo ha sido como un estampar el sello de salida en el pasaporte, de los  que antes ponían al cruzar las aduanas.    
Me dijiste que te contara como me había sentido, porque lo nuestro es de sentimientos, más que de otra cosa, así que te lo voy a contar, y lo haré empezando por el final.
El último día de nuestra estancia en Berlín, cuando nos disponíamos a salir de la casa donde nos encontrábamos alojados, en los bajos de un edificio moderno,  nos pasó algo sorprendente que, para una persona como yo que atiende las señales, nos hablaba. Serían las ocho de la mañana, íbamos cargados con maletas y mochilas dispuestos a coger nuestro vuelo. Al abrir la puerta de la casa, nos sorprendió algo extraño que se movía a unos siete u ocho metros de distancia, tras la puerta de cristal de la calle. Había contraluz, no se apreciaba con claridad. Al acercarnos vimos que se trataba de las nalgas de una persona agachaba en actitud sospechosa, tenía forma de melocotón. No hizo falta más evidencia, de inmediato reconocimos que era el culo de una persona: una mujer de avanzada edad, a la que mas tarde le vimos la cara; en el mismo instante que ella nos soltaba una gran meada, que le salió disparada a velocidad de grifo. Nos dejó mudos y con los ojos abiertos de par en par. Franqueamos la puerta como pudimos, sorteando el charco amarillo que acaba de dejar en medio de la puerta. La mujer, con aspecto de vivir en la calle, no se inmutó, ignoró por completo nuestra presencia, o eso parecía. Se terminó de arreglar la ropa sucia que la envolvía y se fue por lo que parecía ser su casa, la calle. Era evidente que nosotros no éramos nadie para ella, como tampoco ella lo era para si. Una persona desposeída de todo, que nada tiene. Una persona sin identidad, es un ser humano que no está en nadie. De ahí su desprecio: «me importáis una meada» nos estaba diciendo. Así nos despedía Berlín, con una gran meada. Esa fue mi lectura. 
Lo cierto es que a nosotros Berlín, sin restar valor a la gran ciudad que es, no nos sedujo. No era el lugar que escogeríamos para vivir y mucho menos en la estación de invierno.  El sexto día ya nos queríamos ir. Aunque era primavera, había mucha humedad, demasiados edificios grises proyectando sombras muy alargadas, toneladas de hormigón armado sepultando pasados. En fin, no teníamos ninguna intención de permanencia ni de volver un tercer viaje.
Seis años antes, la primera vez que visitamos la ciudad, también nos pasó algo inusual, aunque distinto, que nos venía a decir lo mismo. Acabábamos de llegar al hotel, recién aterrizados; no llevábamos ni diez horas, cuando nos vimos obligados a tomar el vuelo de regreso. Recibimos la llamada de la familia que nos comunicaba el fallecimiento de una tía muy querida por nosotros, que nos obligó a cambiar de inmediato el viaje para poder despedirla.  Aunque las circunstancias fueron otras muy distintas que en el segundo viaje, Berlín ya nos decía entonces que esa ciudad no era para nosotros, que no nos quería, pero nosotros no atendimos, nos podían las ganas, y regresamos. 
Durante los siete días que estuvimos recorriendo la monumental y poderosa ciudad alemana ─más por fuera que por dentro─  las temperaturas fueron muy bajas: la lluvia no se ensañó, pero  incomodó  bastante nuestra estancia, como ya he contado. El gris es el color por excelencia de Berlín. Una ciudad reconstruida casi en su totalidad después de la segunda Guerra Mundial, con  aceras muy anchas y edificios monstruosamente grandes, cuesta y hasta es cansado llegar a los sitios, es como ocho veces mi ciudad,  Barcelona.
El famoso Muro de Berlín, que yo imaginaba en un trazado único de línea recta y de norte a sur, ¡oh sorpresa! tenía forma de tapón, y un perímetro  de 155 kilómetros, difícil de imaginar.
La ciudad muestra sin prejuicios, las dos Alemanias en convivencia pacífica, y lo hace de manera natural, sin complejos ni culpabilidades. Fueron necesarios muchos silencios para recomponer su historia pasada. Pero lograron su reconstrucción con la misma fortaleza y firmeza que subieron sus rascacielos, con todas las piezas rotas de su historia. 
Hay una calle en el distrito de Schoneberg, de esas imposibles de nombrar: Tauentzienstrabe,  donde se encuentra ubicado un icónico centro comercial, el KaDeBe, del que dicen es el más grande de Europa, allí se pueden encontrar todas las grandes firmas internacionales de moda y complementos que existen:  lujo y ostentación al alcance de una minoría, donde una camiseta de tirantes no cuesta menos de doscientos euros -¡un: echa a correr!- en la acera de enfrente, cruzando la calle, otro centro comercial de los que encontramos en cualquier ciudad grande europea,  el precio de la camiseta cuesta 13 euros, por supuesto de calidad muy inferior. Todo en un vivir de normalidad paralelo entre avenidas y aceras que no se enfrentan, simplemente conviven desde la más absoluta normalidad. La normalidad es pura fachada,  nunca es lo que aparenta ser,  la norma tampoco lo es. Una y otra son el resultado de un sistema económico tan humanamente injusto como rotundamente tramposo, que consigue sus riquezas a base de la explotación de los otros: los más pobres,  y cuya meritocracia debería ser condenada y abolida y no normalizada. Hay memorias en cientos de fachadas berlinesas borradas con tintas de colores, cuyos graffitis a mi me parecieron iconografías a modo de flores en los  nichos de los cementerios, donde descansan los muertos. 
Donde antes había una fosa infranqueable que dividía las dos Alemanias, ahora hay  pasos de peatones con semáforos con hombrecillos con sombrero que dicen cuando puedes pasar y cuando no: Anpelmann los llaman. Todo muy normal,  por donde circula la gente normal, en una ciudad normalizada. Pobreza y lujo extremo conviven en la más absoluta normalidad impúdica. 
Cuentan los guías turísticos, que Berlín es una ciudad práctica y que los berlineses lo son en su vestir y en su vivir,  en su manera de comportarse y de moverse, de alimentarse y beber cerveza, esto último a mi no me lo pareció, a todas horas beben cerveza, por la calle también beben cerveza. En las papeleras siempre hay cascos de cerveza que recogen personas que se ganan la vida con el dinero que recuperan al devolver los cascos y los envases de plástico. Hay mucha gente mayor en las calles a las que no les llega la pensión a final de mes, que hacen lo mismo;  se pueden ver cientos de personas recogiendo cascos cada día. Y a eso también le dan carácter de normalidad. 
Yo solo vi lo que ven todos los extranjeros que pasan unos días en la ciudad: la puerta de Brandemburgo, un tramo del muro de Berlín, el Chekpoint del soldado Charlie, la visita obligada por el barrio judío,  espectaculares fachadas  pintadas por grafiteros, convertidas en el llamado  arte urbano,  el afamado barrio turco, la casa de Ana Frank. Nos desplazábamos con facilidad, los medios de comunicación urbanos son muy buenos: el U-Bahn, el metro y el S-Bahn, el tren suburbano que nos llevaba de punta a punta de la ciudad y, con el que pudimos llegar hasta  la bonita ciudad de Potsdam; es de justicia decir que todos los medios funcionan de aplauso, están escrupulosamente organizados y coordinados, sus horarios siempre van a la hora, con suma ejemplar puntualidad, admirable y digno de mención.
En Berlín como en muchas otras ciudades europeas no hay espacio para el recogimiento, quizás nos faltó tiempo: yo no lo encontré. Todos los lugares están ocupados por su historia pasada: los interiores y los exteriores,  como respuesta a lo vivido. Genocidios y holocaustos reverberando ecos y proyectando húmedas sombras. Ningún visitante puede pasar y salir intacto, sin dañar sus sentidos al escuchar espeluznantes relatos del drama vivido por más de seis millones de personas: seres humanos, a manos de los Nazis.
En una de las visitas guiadas, nos pararon encima del bunker donde se escondió Hitler durante la guerra, a diez metros bajo tierra, entre paredes de hormigón armado de más de 4 metros de espesor. Allí se suicidaron él, su segundo y la familia de éste: esposa y cuatro hijos, a los que primero mataron (según versión oficial). Cuentan los alemanes que cuando acabó la guerra y se plantearon como cerrar ese siniestro lugar, después de muchas controversias y debates, decidieron hacerlo rellenando de cemento armado todo el lugar, para que nadie pudiera visitarlo, ni acudir a especular con el lugar que había sido la sede central del terror, desde donde partían las decisiones y órdenes más crueles del feroz genocidio cometido contra el pueblo judío, también para los otros olvidados: homosexuales, prostitutas, enfermos, gente discapacitada que incluía a mujeres con depresión post parto, incluso personas de raza gitana a los que mas tarde se reconoció, a todos ellos,  como mártires del mismo genocidio: quedando así restablecida su memoria.
Bloquear ese espacio y cerrarlo a cal y canto para que nunca más nadie pudiera abrirlo, ni reproducir lo que a la sombra siniestra del lugar se planificaba, fue un gran acierto de los alemanes. Lo cerraron, sí, pero antes, contaron su historia, y la contaron sin ocultar nada, sacaron toda la verdad; reconstruyeron sus calles, sus casas y sus vidas, y tiraron para adelante; haciendo de Berlín una ciudad nueva, artificial pero nueva, con decisión y con mucho dinero, mostrando al mundo su fortaleza. Ellos no construyeron catedrales, ellos levantaron enormes edificios y rascacielos de cemento, repartidos por los distritos mas importantes de la ciudad, como símbolos del poder,  que les ayudó a olvidar.
Pero en los rostros de los más viejos, herederos directos de esa tragedia humana, hijos de violaciones, o huérfanos que hoy viven y duermen en sus calles sin identidad, en ellos está la verdad de lo vivido, en sus rostros no hay máscaras ni maquillajes, como el de la mujer indigente de mi relato, o como los hijos de padres desconocidos. En esos rostros, de color ceniza, como lápidas desnudas,  permanecen las huellas de la tragedia vivida. Y en otros rostros que solo imaginamos, que ya no podemos ver, pero que permanecen en nuestra memoria, la de millones de mártires cuyas historias se quedaron sin contar.  
Creo que el significado de lo que fue el terrible holocausto Judío quedó excelentemente representado en el Monumento a los judíos de Europa, Denkmal für die ermordeten Juden Europas. Tras 17 años de polémicas sobre el contenido del proyecto, por fin se pudo levantar. Fue el trabajo que el gobierno alemán  encargó al escultor Peter Eisenman y al ingeniero Buro Happolld. Un memorándum edificado en un plano inclinado de 19.000 metros cuadrados con 2.711 losas o muros de hormigón, de diferentes dimensiones,  que aunque no representaba a todas las víctimas, sirvió para que más tarde se reconociera a todas ellas  y se pudiera hacer justicia con el reconocimiento, mediante edificaciones en otros espacios memorándums que los recordaba.    
En esos muros, convertidos en campo santo, y colocados en largas y alineadas hileras, el silencio se adueña del lugar. No hay lugar para nada que no sea silencio, ni los rayos de sol tienen cabida porque todo su espacio se ha llenado de respeto y de silencio sepulcral.