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miércoles, 21 de octubre de 2015

NILO

Cuando era pequeño Nilo me regalaba la mejor de sus sonrisas, al verme aparecer tras la verja de la escuela se lanzaba a mis brazos, y los dos nos fundíamos en un  gran abrazo. Cada miércoles nos recogíamos el uno al otro, yo a él del colegio y el a mí de mi soledad. Esas tardes las llenábamos de juegos, complicidad y cariño.

Yo escribía relatos y cuentos  para él, que me escuchaba con aparente atención descuidada. Las lecturas le planteaban  preguntas y  más  preguntas que  procuraba responder como sabía o podía, pues su afán de  curiosidad  me ponía en encrucijadas de difícil salida. Descubrí con sorpresa, el gozo que estos retos me producían, ¡a mis años!  Y el esfuerzo que debía hacer para estar a la altura de una mente ¡tan despierta y brillante!        

De  camino a casa hacíamos un alto en un pequeño parque algo escondido, donde dejaba que  consumiera su inagotable energía: la verdad es que solo la aligeraba. Entonces Nilo me reclamaba la  historia que yo traía para él.

Hacía pocos días que había sido  mi cumpleaños. Llevaba conmigo una bolsa  que contenía una caja con el regalo que su madre me había hecho, y que esa tarde tenía especial significado. El propósito era tirarla al contenedor del parque, pues habíamos pactado  desprendernos de objetos y cosas que no nos fueran de utilidad o que de alguna manera nos molestaran. Se trataba en cuestión de  enseñarle a reflexionar, de una forma lúdica, el espacio que ocupaba en nuestros armarios y en nuestras vidas todo aquello que no nos servía.

Esas zapatillas afelpadas a cuadros azules eran ofensivas, producían en mi el mismo efecto que si me hubieran regalado una dentadura postiza, y lo peor no era eso, no, lo peor era que  se trataba de  las mismas zapatillas que me había regalado por segundo año mi nuera, o sea su  madre: a mí  que ¡aún tenía restos de acné en la cara!  Le expliqué a mi nieto, de corrida y con  el disimulo que pude   que me producían urticaria, lo que desencadenó en él una cascada de preguntas que esta vez atajé hábilmente, no sin antes enredarme entre el picor y el desazón. No sé que debió entender su resuelta cabecita, la cuestión es qué relacionó mi propósito con el suyo y al hilo de la conversación sin dejar que acabara mi exposición, me soltó que su decisión también estaba tomada, que el tiraba a Ferrán,  Ah! y también la tabla del ocho!  concluyó.

Y es que ese día Nilo salió de la escuela con la firme decisión de tirar contenedor abajo a su profesor de matemáticas, por haberle amonestado “injustamente” (repetía) durante la clase: porqué ¡ya deberías tener aprendida la tabla del ocho de corrida! ¡Y no equivocarte siempre en el ocho por nueve!

Aproveché su momento de enfado para soltar mi caja  en la hambrienta boca del basurero. Cuando le advertí del error que cometía, quiso tirar también la tabla del nueve ¡por si acaso! dijo.  Así que esa tarde fue muy importante para mí explicarle por qué era más inteligente y útil aprender la tabla del ocho que tirar contenedor abajo a Ferrán.

Yo dejé para más tarde la  reflexión sobre mi rabia contenida,   de la que me iba a costar desprenderme.

Sabes Nilo cuantos años cumplí hace unos días le pregunté? Sí abuelo, me acuerdo por las velas del pastel: setenta y dos. Pues eso es, justo, ocho por nueve: setenta y dos. Ostras abuelo! si, si, ya no se me va a olvidar nunca. Genial abuelo!, te quiero!

Bien; te propongo un trato: hacerle un regalo a tu profesor de matemáticas.


Porqué abuelo? Que regalo?

Yo te ayudo a que te aprendas la tabla del nueve y mañana tu cuando llegues a clase le pides disculpas por tu comportamiento de ayer y le dedicas la tabla y también la del ocho. Se sentirá orgulloso de tu esfuerzo, te felicitará  y el tema quedará zanjado. De acuerdo abuelo. ¿Y tu caja? Se percató en ese instante. Ya la tiré hijo! Entonces le diré a mamá que compre otras zapatillas para ti. Noooo, no Nilo, no. Muchas gracias, pero estar contigo es para mí el mejor regalo que podéis hacerme tú y tu madre. Sabes? Cuando vivía tu abuela y llegaba mi cumpleaños, ella me dejaba pequeñas notas en cajitas que escondía por la casa y que yo iba encontrando y descubriendo a lo largo del día, y  decían cosas como: me gustas cuando ríes! cuando disimulas y montas estrategias que nos favorecen!  cuando concilias nuestras peleas, cuando nos dices que te sientes orgulloso de tu familia, de nuestras hazañas, de mi curiosidad por todo! Otras veces los mensajes quedaban escritos en los espejos del baño o en la lista de la compra que teníamos colgada en la nevera… y escribía: gracias por dejarte querer, por las infusiones de tomillo que preparas para mi, cuando estoy en cama, mil gracias por decirme tantas veces como me dices, lo que te gusta de mi, por tu atenta curiosidad por todo, por quererme cuando estoy triste, hay ¡tantas cosas que me gustan de ti! que no puedo evitar quererte y quererte.

Se me ocurre una cosa abuelo! Te gustaría que yo también escribiera cosas para ti y jugáramos a que tú las encuentras. Me encantaría, sí. Será un secreto, nuestro secreto, solo nosotros deberemos saberlo. 



Y cuando empezaremos Nilo?

Abueeeeeelo! Pues para cuando cumplas ocho por nueve más uno!

Sabías que el setenta y tres es un número primo?



Eso significa que es familia del setenta y dos?

Bueno pues siiii, en cierta manera, quiero decir que familia, familia, pues puede que sí! No, no quiero decir eso, lo que realmente significa es otra cosa. Y que otra cosa quiere decir? 

No sé bien como explicártelo.

No te preocupes, le preguntaré a mamá. Papá siempre dice de ella que tiene todas las respuestas, y no sé porqué la llama gugle, gogel o gugel… ufff! no se…

¿Lo sabes tu, abuelo? 
                                                                                                                             elena larruy
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